domingo, 31 de julio de 2022

Perlora

El mar está allí, al otro lado de las casas abandonadas. Entramos en el enorme recinto donde se encuentran esas casas que fueron residencia de vacaciones de numerosas familias durante décadas. Hay algo fantasmagórico en ese recinto, a pesar de la que gente que pasea, que toma el sol en la hierba descuidada, que extiende los manteles sobre las mesas plegables. Las cortinas, sucias y desgastadas, impiden ver el interior de las casas. Algunas ventanas están tapiadas con tablones de madera. Varios tejados se han derrumbado. Un gato negro se desliza silencioso ante nuestros ojos. De repente, imaginamos a ese mismo gato en otra época. Aquellos veranos donde las ventanas de esas casas ahora abandonadas estaban abiertas. La hierba bien cortada, los tejados en su sitio, los niños jugando, los padres intentando divertirse. Fumando, bebiendo una copa, jugando a las cartas, leyendo el periódico o una novela, riéndose. Figuras que han quedado atrapadas como en una fotografía de Gonzalo Juanes. Cabe imaginar la felicidad (y su búsqueda) de aquellos veranos. De aquellos hombres y mujeres. De aquellos niños y niñas. Esa felicidad que, entrado ya el otoño, siempre se transforma en otra cosa. En recuerdo. El recuerdo de aquellos días que transcurrían lentos junto al mar., luminosos. Los primeros paseos en bicicleta, los primeros amores, los primeros desengaños. En el flashback, los padres estaban alegres, aunque ya supieran que todo, incluida la alegría, es algo efímero. Tarde o temprano, todo el mundo queda atrapado en la fotografía, sea cual sea el autor. Pero eso no importa ahora. Los problemas, que nunca fallan, no forman parte de este flashback que, de camino a la playa, nos imaginamos. El gato negro (¿es el mismo?) nos devuelve de nuevo al presente. El mar -allí, ahí- es lo único que parece imperturbable. 

Todo lo demás -tictac, tictac- ya es fotografía. O está a punto de serlo.  

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