Aquella noche, verano de 2008, el Kursaal fue una fiesta, una celebración. Liza Minnelli, vestida de rojo y con una cinta en lo alto de su característico corte de pelo, dentro del festival de jazz de San Sebastián. Una mujer menuda que transformó aquel escenario en algo sublime, apoteósico. Una conexión muy íntima con su público. Una especie de ritual laico. Liza, más que nunca, parecía poseída por todas aquellas canciones clásicas. Como si quisiera trasladar ella sola con el poder de su voz y su presencia la esencia única de Broadway (y también la del mejor Hollywood: Bob Fosse, Martin Socorsese y su propio padre, Vincente Minnelli) en un par de horas. Y, ciertamente, lo consiguió. El Kursaal casi se viene abajo de tanto como su público nos vinimos arriba. De aquel foco de luz, surgía otro foco de luz: ella misma, la hija de Vicente Minnelli y Judy Garland. Liza Minnelli, desde mucho tiempo atrás, casi desde niña, con nombre y méritos propios. Una estrella que dominaba a su antojo la voz, la cintura, las manos, las piernas... Todo el cuerpo. Todos los movimientos en solitario o en compañía de sus bailarines. Magia pura. Talento a raudales. Y trabajo, mucho trabajo detrás. Eso también era evidente.
martes, 29 de marzo de 2022
Dos imágenes de Liza Minnelli
El tiempo pasa, la vida pasa. Las enfermedades nunca han abandonado a la artista. Y la otra noche, casi catorce años después de aquella inolvidable fiesta en el Kursaal, veo a Liza en la noche de los Oscar, sobre el escenario. Temblorosa, con los ojos llorosos por cada emoción y ovación (todo el público en pie), en silla de ruedas. Acompañada por una Lady Gaga (esa noche todos fuimos Lady Gaga por unos instantes) elegante en su actitud, rendida a sus pies, protectora. Una Liza de setenta y seis años recién cumplidos. Una Liza frágil y en retirada. Una Liza que recibía los aplausos porque su talento la convirtió mucho tiempo atrás en poderosa leyenda, en una leyenda cuya manera de entender el espectáculo es decididamente única.
Dos imágenes. La del verano de 2008 y la de esta primavera tan revuelta. No creo que pueda olvidar ninguna de las dos mientras mi memoria siga ocupando su sitio.
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