Un teléfono de los 7O colgado de la pared de la cocina. Una voz. Una voz que podía ser dulce, amable, irónica, sarcástica en ocasiones con determinados temas y personajes. La voz de una mujer rubia. La voz de mi amiga. La risa, también. Las uñas rojas jugueteando con el cable del teléfono. La impaciencia por salir a la calle. Esa impaciencia siempre estaba ahí. ¿A qué hora quedamos? En la calle, siempre vestida de fiesta, se convertía en otra persona. La calle le daba vida. Un café, un vino, una copa. Una conversación. En un pub o en una terraza, saludando a todo el mundo, incluso a quienes intuía que podían criticarla. Y luego nos reíamos de la gente que no conoce ni quiere conocer otros mundos. La gente con estrechez de miras, la vulgaridad, la mediocridad. Pero eso duraba poco, no había que perder el tiempo de esa manera. Y entonces hablábamos del cine clásico, de las estrellas de verdad, de los cines que ya no estaban. Qué tiempos. Era feliz ahí, en la calle de una pequeña ciudad de provincias que ella convertía, con su mirada y su actitud, en la ciudad más cosmopolita del planeta. Eso, después de todo, también es una virtud.
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