He desayunado un café con leche, un pequeño trozo del bizcocho que hice ayer por la noche y una mandarina. Después, bajo un cielo aún indeciso, he salido de casa. Fui a llevarles el resto del bizcocho a mis padres y allí, en la cocina de su casa, tras un breve gesto, sentí el olor de la piel de la mandarina en mis manos. Después, ya con el cielo despejado, fui a dar un larguísimo paseo de casi dos horas por la ciudad. Siempre es un alivio sentir el frío en el rostro. Entré en una librería. Mientras echaba un vistazo a algunos libros y tomaba nota de los deseos, alguien se me acercó y me dijo que hacía días que habían tenido que reponer mi novela y que tendrían que volver a hacerlo pronto. Qué bien, dije. Y sonreí, aunque con la mascarilla quizá no se me notase. Me quité las gafas. La combinación con la mascarilla resulta imposible. Al salir a la calle y acercar mis manos a la nariz para ajustar de nuevo la dichosa mascarilla, volví a sentir el olor de la piel de la mandarina. Caminé despacio en dirección a casa, el cansancio se estaba apoderando ya de mis piernas. Compré pan. Aún estaba caliente. Sentí ese calor en las manos. Una sensación agradable que contrastaba con el frío, el sol apenas podía con él. Llegué a casa. Me lavé las manos sin quitarme el abrigo. Siempre queda salpicado de minúsculas gotas de agua cuando lo cuelgo en el armario. Instintivamente, me llevé las manos a la cara. El olor de la mandarina aún estaba allí. La piel de la fruta y mi piel. Aquí, entre estas palabras. Allí, en aquella infancia, definitivamente.
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