Recuerdo la emoción de aquellas noches, después de una cena rápida y ligera. Recuerdo a mi madre con un vestido de color naranja y sin mangas, y a mi padre con una camisa blanca, fumando. Recuerdo el olor a bronceador en las pieles, la incomodidad de las sillas y el cielo estrellado. Recuerdo la brisa suave que se levantaba cuando ya nos acercábamos a la medianoche y la hermosa piel de un jovencísimo Denzel Washington. Recuerdo el murmullo de la gente en las escenas donde los protagonistas se besaban apasionadamente y a algunos niños dormidos encima de sus madres. Recuerdo que yo nunca me quedaba dormido allí y también recuerdo los primeros deseos. Recuerdo que, ya en la cama, me costaba mucho conciliar el sueño debido a la emoción que suscitaba en mí lo que había visto y también recuerdo que insistía mucho para que volviésemos la noche siguiente. Recuerdo la sonrisa dulce de mi madre, su voz conciliadora, reclamándome, como siempre, tranquilidad. Recuerdo también sus palabras: volveremos, no te preocupes, cuando cambien la película, tienes que aprender a ser paciente.
El cine (al aire libre) de los veranos de mi infancia y de mi primera juventud. Ahí sigue.
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