Estaba en mi habitación, escribiendo. Era domingo, el sol frío de marzo entraba por el ventanal del cuarto. Había elecciones generales. Alrededor de las cinco, me levanté y puse la radio para saber cómo iban las cosas. Datos de participación, declaraciones de los políticos de turno y todo ese blablablá de esos días en los que piensas que algo puede cambiar para mejor pero pocas son las cosas que cambian de verdad en este sentido. Después, llegó la triste noticia: Marguerite Duras acababa de morir en su casa de París. Estaba a punto de cumplir ochenta y dos años. Atrás dejaba una vida repleta de excesos (amores, amantes, alcohol, palabras y deseo: sobre todo eso, el deseo que recorre cada una de sus páginas, inmarchitable) y unos cuantos libros que habían hecho de ella una escritora fundamental del siglo XX. Sentí la rabia y la impotencia que uno siente cuando se muere alguien al que has admirado tanto. Una mujer que escribió casi hasta el último momento (la belleza de aquel rostro ajado, la manos lentas y llenas de anillos moviendo la pluma sobre el papel, la voz que ya era apenas un susurro). Tres años atrás había publicado un ensayo extraordinario sobre la escritura. Hoy se cumplen 23 años de aquel día en el que, por cierto, ganó las elecciones un partido de derechas, esa posición política contra la que ella, Marguerite, tanto había luchado y escrito. Furiosamente.
Seguimos recordándola.
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