lunes, 11 de marzo de 2019

Carnaval

Va disfrazada de bailarina. Lleva una chaqueta de lana encima del corpiño, pero un minúsculo tutú de color rosa, que deja al descubierto sus piernas robustas, delata su disfraz. Son las diez de la mañana. Observando su rostro, un tanto desencajado, podría adivinarse que la noche ha sido larga y que, tal vez, las cosas no han resultado como esperaba. La juventud tiene esos vaivenes: la ilusión del principio de la noche siempre acaba por estamparse contra el frío del amanecer. Lecciones que la vida te va dando para que sepas por dónde van a ir los tiros. Carnaval, carnaval. Las calles están llenas de copas vacías, de copas rotas, de restos de comida. Los operarios de limpieza se afanan en adecentar la ciudad. Supongo que piensan, como hago yo mismo tratando de que los playeros no se queden pegados a un suelo sucio y pegajoso (alcohol mezclado con refresco muy dulce: todavía puedo sentir ese olor), que todo tiene un límite y el de la pasada noche se ha traspasado con creces. La chica vestida de bailarina pasa por mi lado y por unos instantes me reconozco en esos ojos cansados, en su decepción. Sigo mi camino y, con todo, siento un profundo alivio y pienso que tener hoy veintipocos años debe ser tan complicado como entonces. 
De algún lugar cercano, me llega ese olor a pan recién hecho que consigue que te reconcilies con todo y olvides por un rato los problemas y hasta el paisaje más apocalíptico. 
No, la vida no es ningún carnaval. Tan sólo una desconcertante sucesión de contrastes. 

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