Es un momento incomparable, casi sagrado. Antes de comenzar la función. Cuando las luces se apagan y los murmullos de la gente se van silenciando. No sabemos todavía lo que nos espera: ese cúmulo de emociones, de sensaciones, que está por llegar. Se levanta el telón o se encienden los focos del escenario y el mundo real queda atrás. Nos dejamos llevar por esas voces -femeninas, masculinas- que dan vida a otras gentes con sus problemas, sus quehaceres, sus sueños, sus frustraciones. La magia -esa palabra tan difícil de explicar en ocasiones- adquiere aquí otra dimensión. Quizá su verdadero sentido. Las voces que hablan -femeninas, masculinas- acoplan los latidos de sus corazones a los nuestros, o tal vez sea al revés. No importa. Somos otros siendo los mismos. Somos los mismos siendo otros. Y ya no hay vuelta atrás. Nos deslizamos por esa pendiente: sin frenos, sin prejuicios. Esas vidas que se cuentan en un par de horas y que, si el milagro se produce, permanecerán dentro de nosotros durante años.
El teatro, señoras y señores. El teatro.
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