La primera tarde del año recorremos buena parte de la ciudad. Nos detenemos un rato en el Parque de Invierno; contemplamos el cielo despejado, la luz idónea para las fotografías. Luce el sol y no hace nada de frío. Parece una de esas tardes de comienzos de primavera, donde ya se aventura todo lo que vendrá después. Lo que nos lleva a pensar, una vez más, en la velocidad con la que transcurren los meses. Todo esto del tiempo es una rueda que gira y gira, incansable. Pese a esa velocidad, sabemos que aún quedan muchos días de frío. El invierno es largo por aquí. Todos sabemos que el nuevo curso comienza en septiembre. Sin embargo, este primer día del año tiene algo especial. Ese cúmulo de expectativas con el que despedimos el año anterior sigue presente. Sabemos que se irá diluyendo con el paso de los días, pero, en ese preciso instante, bajo esa luz que parece el complemento perfecto para todas esas expectativas y alguna que otra emoción, aún conservamos las ilusiones. La última noche del año estuvo bien. Hubo risas, copas que se rozaban y deseos compartidos. Todas esas cosas que nos unen a los amigos de verdad. Allí, en la casa de nuestros amigos, recibí varios mensajes. Me hizo especial ilusión el que recibí de Sergi Bellver, desde la otra punta del mundo. Conocerle fue una de esas cosas bonitas que ocurrieron el año pasado. Creo que, aparte de su indiscutible talento literario, posee el talento de disfrutar de las cosas pequeñas de esta vida. Las que cuentan, finalmente. A veces, cuando conocemos personalmente a algunos de los escritores que admiramos, terminan por defraudarnos. No es el caso de Sergi, desde luego, entregado siempre al afecto sincero y los buenos deseos. Como tampoco lo fue en el caso de Lindo y Freixas, cuando compartimos charla y mantel. (Ya se va acercando el 28 de enero, cuando presentaré `La mujer de al lado´ en Madrid, de la mano, precisamente, de Laura Freixas). Ganas tengo de leer su nuevo ensayo, `El silencio de las madres´, que publicará en febrero. Así como los nuevos relatos del propio Sergi, que espero presentar en esta ciudad a lo largo de los próximos meses.
Sigue nuestro paseo. Y, pese a que ya va atardeciendo, no aparece el frío y la luz se resiste a desaparecer. Le cuento a Íñigo el entusiasmo que me produce el libro que estoy leyendo estos días, `La carta cerrada´, de Gustavo Martín Garzo. Pese a que he leído casi todas sus novelas, ésa se me había escapado. Es imposible, por cuestión de tiempo y de dinero, leer todo lo que aparece. Me tiene fascinado la historia de ese hijo que rememora la vida de su madre, con sus luces y sus terribles y alargadas sombras. Voy leyendo poco a poco porque, como me ocurre tantas otras veces, no quiero que la novela se termine. Martín Garzo publicará en unos días su nueva novela, `Donde no estás´. Como ya he dicho más veces, ¡esto de no trabajar en una librería va a terminar volviéndome loco! Tendría que aprender a calmar mi vehemencia, pero creo que soy ya demasiado mayor para ello.
Íñigo me escucha en silencio. Creo que con ese silencio y esa manera de observarme, podría definir todo lo que nos une. Un hombre sabe cuando es afortunado con la que persona que tiene al lado. Y yo lo sé. Por eso, entre otras cosas, me gustaría que el tiempo no corriese de esta manera. Resulta inevitable. Pero yo sigo deseándolo.
Llegamos a casa y sobre la mesa, al lado del libro de Martín Garzo que he sacado de la biblioteca, hay un regalo. No hay nada que me guste más que los regalos inesperados, esos que llegan sin motivo alguno. Un libro, sí, envuelto en papel de colores. ¿Y esto?, pregunto. No sé, dice Íñigo. Se habrán adelantado los Reyes, añade. Lo abro. Se trata de un libro -¡otro!- que tenía muchas ganas de leer: `El jardín´, los nuevos cuentos de Ismael Grasa. Lo cojo, lo huelo, lo hojeo. Doy las gracias. Doy besos. Pocas cosas me siguen emocionando tanto como abrir las páginas de un libro que deseo tener.
Creo que no he empezado nada mal el año. La cosa promete. Habrá que mantenerse alerta.
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