Me gusta pasear, solo o acompañado. A cualquier hora del día, sobre todo por las mañanas. Para dirigirme a algún lugar determinado o para despejar la mente, sin rumbo alguno. Estos días de Navidad, repletos de tantos excesos, los paseos resultan imprescindibles para equilibrarse. La tarde del día 24, alrededor de las cinco de la tarde, vamos caminando en dirección a la casa de mis padres. No vamos directos, sino que recorremos buena parte de la ciudad para llegar hasta allí. Hay silencio, poca celebración por las calles, la mayoría de los bares están cerrados. Hace unos años, esto era impensable. Los bares estaban abarrotados hasta las ocho de la tarde, más o menos, cuando los amigos que celebraban reencuentros se despedían para ir a cenar con sus respectivas familias. Supongo que la crisis tiene mucho que ver con todo esto. Tampoco hay demasiada gente por las calles. Algunos grupos de personas que hablan muy alto o niños que corretean un poco aturdidos, sin saber muy bien qué está pasando a su alrededor. No hay, pese a la iluminación de las calles, sensación de Navidad. Hoy, no. De repente, lo vemos. Está ahí, en un banco, cerca de la biblioteca del Fontán. Es un hombre, de unos casi sesenta años, con una mochila desgastada a su lado. Parece adormecido, pero no lo está. Cuando pasas por su lado, descubres que tiene los ojos abiertos, que está observando a todo el que pasa a su alrededor. Está ahí sentado, esperando. ¿Qué espera? Quién sabe. Que llegue la hora de ir a la habitación que tiene alquilada, a la casa de un familiar... Al lado de la mochila, un cartón de vino barato. Y sobresaliendo de la mochila, otro. Recuerdo que esa misma mañana, en Radio 5, escuché la historia de un hombre que había tenido una empresa y que con la crisis lo había perdido todo: el trabajo y la familia. Y que ahora dormía donde podía. Por las calles, básicamente. Tenía una voz grave preciosa. Y, pese a sus circunstancias, las palabras que decía transmitían una especie de extraño optimismo. No escuchamos la voz de ese hombre que está ahí, en el banco, esperando o dejando pasar las horas. Observando, en todo caso. Pero le pongo la voz del hombre que escuché por la radio esa misma mañana y al hombre de la voz grave le pongo el rostro de este hombre. Y seguimos caminando, en silencio. No hay nada que decir. La historia se cuenta por sí misma.
Han pasado dos días. Silencio es lo que te encuentras al entrar en el nuevo hospital de esta ciudad. Un silencio inquietante y la sensación de estar en uno de esos aeropuertos poco frecuentados. Apenas hay gente. Recorro largos pasillos en dirección al lugar donde está mi tío y no me encuentro más que con una chica que limpia el suelo y que me sonríe resignada cuando paso por su lado, y a otras dos que, con bata blanca y peinados ochenteros, salen por una puerta por la que yo accedo. En cierta manera, me gusta esa sensación de soledad, de encontrarte en un lugar completamente despejado. Sin murmullos, sin ecos de voces lejanas. El sol se detiene en los ventanales que hay cada ciertos tramos del pasillo. No engaña a nadie: es un sol de invierno. Pero allí dentro, en ese nuevo hospital que parece un aeropuerto poco frecuentado (quizá sea por la hora, las doce de la mañana), no hace frío. Todo lo contrario. Más que en un aeropuerto poco transitado, caminando por esos largos pasillos, parece como si estuvieses en una de esas naves espaciales que tantas veces hemos visto en las películas. El camino hasta llegar al lugar donde se encuentra mi tío es largo. Cuando llego, alguien me dice que tengo que ponerme una bata verde sobre la ropa. Y cuando lo hago y accedo por la puerta correspondiente, vuelvo a tener la sensación de estar en una película de ciencia-ficción y que, al traspasar la puerta correspondiente, en cualquier momento sobre mi figura alejándose en dirección al encuentro con mi tío aparecerá la palabra fin.
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