Eran tardes lentas de verano. Lentas y calurosas. El calor enredado con la humedad del norte. El ventanal del salón estaba abierto de par en par. La puerta de la terraza, también. La luz entraba a raudales, posándose en cada rincón. Mi hermana tendría unos quince años, cinco menos que yo. Estábamos en aquel salón, en la casa de nuestros padres, viendo películas. Una detrás de otra. Películas clásicas o películas más o menos recientes que alquilábamos en el video-club de la esquina (aún sigue abierto, afortunadamente). Las veíamos todas seguidas -podíamos ver hasta cinco en una de aquellas jornadas-, hasta que la luz desaparecía y una brisa fresca movía ligeramente los visillos. Sólo parábamos para merendar. Bocadillos y helado. Cuando mis padres se acostaban, nosotros continuábamos allí, viendo películas. Y fumando. Las ventanas seguían abiertas para que mis padres no percibiesen el humo. Los primeros cigarrillos. A mí me gustaba deleitarme con su sabor. El contraste del helado (teníamos helado para toda la jornada, de vainilla y de chocolate) con el del cigarrillo. Mi hermana, por el contrario, los devoraba. Dejábamos las películas clásicas para la madrugada, y en casi todas ellas todo el mundo fumaba con estilo y elegancia. De Bette Davis a Bogart. De Lauren Bacall a Richard Burton. De Barbara Stanwyck a Anne Bancroft. Las mujeres de aquel cine, sobre todo ellas. El humo de los cigarrillos, la noche al otro lado del ventanal, aquellas historias geniales. Las horas detenidas en aquel tiempo, el del verano. Nada malo podía pasar. Ni siquiera nos los planteábamos. Nadie sabía lo que vendría después. "Nadie sabe toda la verdad", dice Chéjov en alguna parte. Los vaivenes de la vida, cada cual tiene los suyos. Los veranos eran largos y lentos, propicios para las confidencias entre película y película, también al finalizar aquellas sesiones de cine. Ninguno queríamos irnos para la cama. La noche era nuestro momento. Las noches de verano. Lentas y calurosas. Las charlas no se detenían. A mi hermana le enseñaba aquellos cuentos que ya escribía. Ella los leía con atención y señalaba lo que más le gustaba de ellos. Siempre me animaba a seguir escribiendo historias. Quería leer más y más. Y yo la complacía.
Mi hermana ya no es la misma de entonces. Aquellos quince años. Todos hemos cambiado. Ah, la vida... Sin embargo, hay días que sus ojos (los de la abuela María, la madre de nuestro padre) siguen siendo los de entonces. El tiempo, aunque sólo sea por unos instantes, vuelve a detenerse. Y la inocencia de aquel tiempo regresa. Las tardes se vuelven lentas y calurosas. El futuro vuelve a estar por delante, a nuestros pies. Son destellos que se abren paso a través de las dificultades y los sinsabores que la vida nos va mostrando. Y es entonces cuando recuerdo, como ahora mismo, todas aquellas tardes (y madrugadas), las de los veranos de nuestra juventud, ansiosos por los descubrimientos y la cultura. Aquellas tardes (y madrugadas) que parece que fueron las del último verano y sin embargo... En realidad, ¡qué importan los años transcurridos! Todos ellos conforman nuestro rostro y nuestro presente. Este día de hoy, recién empezado el nuevo año, que marca, como siempre, el final del periplo navideño. El día en que mi hermana cumple treinta y ocho años. Y en el que, a pesar de todo lo que ha cambiado (las arrugas, los vaivenes), pienso que, en el fondo, continuamos siendo los mismos de aquellas tardes (y madrugadas) lentas y calurosas de verano. Hay algo que, pese a todo, aún no se ha perdido. Y a ello, con firmeza, nos agarramos.
Muy bueno!!!!
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