Ayer, alrededor de la seis de la tarde, estalló la tormenta. Ni siquiera eso sirvió para refrescar el ambiente. El calor y la humedad, fuertemente enredados, eran mucho más poderosos que la lluvia. Por las ventanas abiertas, entraba ese olor, el de la lluvia. Ese olor que resulta tan complicado de definir con palabras pero que reconforta cuando han pasado muchos días sin sentirlo al otro lado de la ventana. Francesca subía y bajaba del sillón. Se escondía debajo de la mesa, de la cama, asustada por los truenos, y regresaba a nuestro lado, inquieta y extrañada, aún con el susto en los ojos. Unos ojos que también parecían pedirnos explicaciones sobre lo que estaba pasando: la tormenta y su revuelo. Francesca, la gata. De repente, la miré y pensé que me gustaría decirle que el libro de poemas que tenía en las manos estaba lleno de gatos. De gatos, sí. Y de caricias, de amores imposibles (o posibles, quién sabe: ahí siguen esas ráfagas de misterio para darle -acaso- más hondura al poema) que no dejan dormir, de ecos de otras voces, de la voz de Leonard Cohen, de miradas de chicas de ayer y de quien mejor las recordaba (Antonio Vega), de décimas de segundo en las que vuelve a ser invierno y todo sigue igual (o no). Y nada ha cambiado, nada, excepto nosotros mismos. Cada uno de nosotros. Y también él -quizá-, el poeta al que pertenecen los versos que en la tarde de ayer, tarde de tormenta y calor, estaba leyendo, Carlos Iglesias Díez. Poemas reunidos bajo un mismo y sugerente título, "El niño de arena". Un libro de silencios y tristezas, de insomnios y recuerdos, de amor y sugerencias, de dolor y adioses y posibilidades... Un magnífico puñado de poemas para una tarde de verano y tormenta, sin ir más lejos. Para aliviar heridas o para recordar lo que somos y lo que ya no somos. Detrás de las palabras de Carlos, de su aparente sencillez, se esconde una complejidad que no es otra que la complejidad de estar aquí, de sentir, de sufrir, de soñar, de añorar... La complejidad de estar vivo. Con todas sus consecuencias. Dichosas y menos dichosas. De estar vivo y de esperar. Sí, esperar. Como ahora. Como siempre.
Todo esto me hubiese gustado decirle a Francesca, la gata, cuando, ya más calmada, se instaló en la parte de arriba del sillón donde yo leía estos poemas, mirando a través de las ventanas abiertas, la tormenta que se alejaba. Pero no se lo dije. Preferí leerle un poema, "Caricia", uno de los que más me había gustado. Se lo leí. A ella y a quien estaba a mi lado. "Siento sobre mi espalda/ el ruido de una puerta/ al cerrarse,/ o quizá un estrépito/ de cristales rotos,/ o tal vez el taconeo/ inaudible de la luna,/ o puede que la mirada/ borrosa de algún gato,/ o es posible que sea/ el parpadeo inexistente/ de las mariposas./ O tu mano./ Tan sólo tu mano,/ que me acaricia."
Y ella, Francesca, la gata, como tantas otras veces, desde su silencio y su misteriosa complicidad, también pareció comprender.
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