No hace demasiado tiempo, Hilario Barrero colgó en su página de Facebook la foto de un ramo de tulipanes. Los tulipanes, hermosísimos, estaban en un primer plano, bien visibles. De eso se trataba: de resaltar su belleza. Y la armonía que se adivinaba detrás de ellos. Al fondo, podían distinguirse algunos muebles de la sala, un frutero sobre una mesa de madera y una ventana por la que se filtraba una luz de primavera adelantada, quizá se trataba de una luz de última hora de la mañana o de primera hora de la tarde, no lo sé. Esa luz que a veces nos indica que la primavera sólo puede ser un espejismo en ese momento, en ese mes (marzo), a esa hora concreta. Pero, pese a ello, nos lo creemos. Queremos creernos que el invierno ha quedado atrás y que la nueva temporada ha hecho su aparición, que ha llegado para quedarse definitivamente. Con su temperatura y sus expectativas. Con sus ráfagas de sol y sus renovadas e inquietantes ilusiones. La fotografía, pese a su indiscutible belleza, tenía un toque de tristeza. O de melancolía. Sí, más bien de melancolía.
No he podido quitarme de la cabeza esa fotografía mientras estos días tenía la última entrega de su diario, "Nueva York a diario" (Impronta, 2013), entre manos. Un diario que me ha conmovido especialmente. Y que, al igual que la fotografía de los tulipanes, tiene un lado de belleza y un lado de melancolía. Indiscutibles ambos lados. Indiscutibles y enredados. Más que nunca está presente en este diario esa sensación de que el tiempo se va terminando, de que la enfermedad hará su aparición, de que la muerte -una u otra- mostrará inevitablemente su dañino rostro. Como ya lo hizo poco tiempo atrás con la muerte de la madre ("Ir a Toledo ahora es ir al cementerio"). Y sin embargo, la pasión por la vida, por lo bueno de la vida -la música, los viajes, las lecturas, las charlas, los brindis, el mar, el amor...-, sigue presente, muy viva y muy presente, nada envejecida, como la belleza lo estaba en aquellos tulipanes de la fotografía. Conmueve profundamente esa sensación de la fugacidad del tiempo y de que la estación final no está muy alejada del momento en el que están siendo escritas esas palabras. Cualquiera que lea esto y conozca mi edad, podrá decir que no sé muy bien de lo que habla Hilario. Pero sí lo sé, lamentablemente. Esa sensación, la de que el tiempo puede agotarse de un momento para otro, uno la descubre cuando a su lado está una persona con una enfermedad degenerativa e incurable. Pese a ello, como hace Hilario en este diario que es su vida, uno trata de ahuyentar el paso del tiempo y de buscar la belleza. Una belleza parecida a de unos tulipanes recién comprados y colocados sobre una mesa o a la de una luz de un instante de primavera fugaz. Así es como nos vamos sobreponiendo de lo feo (de lo absurdo e incomprensible) que a veces trata de alcanzarnos o del tictac de ese reloj que nunca se detiene y que Hilario retrata espléndidamente. Y buscamos, tal vez un poco desesperadamente (no queda otra), que ya sólo hagan su aparición las cosas buenas de la vida, las que realmente merecen la pena. La música, los viajes, las lecturas, las charlas, los brindis, el mar, el amor... Y la serenidad, la que hay en este diario, que nos permite comprender que todo lo demás, lo que no es tan bueno, también existe y así debemos asumirlo. Aunque insistamos en eclipsarlo (no queda otra) con la belleza arrebatadora de unos tulipanes, de una luz que se filtra por una ventana o de una lectura tan deslumbrante como la de este diario. Como debe ser.
Parece mentira que un lector llegue a identificarse con su autor como cuando el espejo nos devuelve nuestro rostro más profundo, más misterioso.
ResponderEliminarQuizá mis tulipanes no evoquen tantas sensaciones en ti, pero me gustaría regalártelos. Es una de mis flores
ResponderEliminarpreferidas.
http://serdearcoyflecha.blogspot.com.es/2012/07/la-vida-me-regala-flores.html