El calor y el cansancio me impiden dormir. No es cierto. Eso, el calor y el cansancio, son excusas. ¿Qué es lo que me impide dormir? Acaso la melancolía, de la que a veces huimos y en la que otras nos refugiamos cómodamente. Hemos pasado el día en la playa. El primer día de playa de este año. Lo hemos pasado bien: el sol, el calor, el agua del mar, la cerveza helada deslizándose por la garganta... En el último momento, cosas de la climatología de esta tierra, decidimos cambiar nuestro rumbo, el destino original donde íbamos a pasar el día. Y nos acercamos a la playa de ese pueblo al que hacía tantos años que no regresaba. Todo sigue, más o menos, en el mismo sitio. Las casas, las calles, las tabernas, la iglesia... Sin embargo, ya nada es lo mismo. Quedan muchas cosas de aquel joven que visitó tantas veces ese pueblo para ver a su mejor amigo, donde él veraneaba con su familia. Iba un día y volvía al siguiente: nunca me ha gustado demasiado dormir en casas ajenas, por mucha confianza que tenga con sus propietarios. Eran tardes y noches de risas y confidencias, de los primeros whiskys y los primeros cigarrillos, de palabras susurradas aún a media voz. Ah, la juventud... El calor del verano contribuía a la magia de todo aquello. Las pieles tostadas por el sol, las ilusiones que se vislumbraban para el futuro más inmediato. Pero nada fue inmediato. Todo se hizo esperar demasiado (en mi caso). Y en medio de la espera, como siempre, fueron pasando los años. Años en los que disfrutamos de lo que teníamos en cada momento, de eso no cabe la menor duda. Una terraza, dos whiskys y un cielo estrellado: con eso, muchas veces, era más que suficiente. Y con la ilusión viva de lo que al día siguiente pudiese aparecer, que nunca se sabía. Aparecieron muchas cosas, buenas y menos buenas. Todas tuvieron que meterse en el equipaje: no quedó otro remedio. ¿La amistad? Aquella amistad ya no existe, aunque yo me haya acordado de ella paseando por las callejuelas del pueblo, disfrutando de este primer día de playa. Las noches estrelladas, los whiskys y los cigarrillos, las confidencias, etc... Todo eso quedó atrás, lamentablemente, envuelto en esa especie de nebulosa en la que ya todo se confunde: lo que fue real con lo que fue imaginado. La sinceridad con la farsa. Los buenos deseos con la envidia. En ese lugar donde se adormecen los recuerdos que no nos dejan conciliar el sueño, aunque siempre nos apoyemos en el calor y el cansancio para disculparnos. Y en las palabras que siempre vienen a la memoria, las de Carmen Martín Gaite en este caso, palabras de aquella extraordinaria novela que narraba la amistad entre dos amigas del colegio, Sofía y Mariana: "El alma humana se parece a las nubes. No hay quien la coja quieta en la misma postura". Palabras, espejos, nubosidades...
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