Pocas cosas me gustan más en esta vida que ir al teatro. Los nervios previos, la emoción más o menos contenida, las cosas que se esconden detrás del telón (ahora, afortunadamente, parece que se ha vuelto a recuperar la tradición de tener los telones echados antes de cada función, mientras esperas en el patio de butacas el comienzo: tradición que no debería volver a perderse, como en estos últimos años: el misterio debe prevalecer hasta el último momento, hasta ese instante en que se va alzando lentamente), la magia que se intuye y se adivina al otro lado. Todo empezó cuando tenía quince años, en el Campoamor, donde Lola Herrera volvía a interpretar a la Carmen Sotillo de "Cinco horas con Mario", el ya indiscutible clásico de Miguel Delibes, dirigida de nuevo por Josefina Molina. Aquella mujer, sola en el escenario, delante del ataúd de su marido, vestida de riguroso luto y con el pelo anudado en un moño antiguo, con la cara demacrada y las piernas cansadas, hablando y hablando durante casi dos horas, recordando lo que había sido su vida hasta entonces, me marcó de modo decisivo. Salí de aquel teatro hipnotizado, profundamente impresionado. La interpretación era, como se sabe, soberbia, impecable, magistral. Una de las mejores de todos los tiempos. Lola estaba a la altura del texto y el texto estaba a la altura de ella. Pobre mujer, la Sotillo. ¿Una víctima, una arpía, una pesada? Después, con el paso de los años, vería un par de veces más la función (siempre con Lola en el papel principal) y descubriría que en la obra no había malos ni buenos: todos eran víctimas de un tiempo, de una situación, de un país. Caminaba, al salir de allí, del Campoamor, como si flotase. Esa emoción única del adolescente solitario que está empezando a descubrir todo aquello que desea sobre el arte, la literatura, la interpretación... Aquella extraordinaria actriz había hecho de inmediato que adorase el teatro de por vida. Y en ello estamos. Ni que decir tiene que jamás dejé de ver ninguna de las obras que Lola ha interpretado hasta la fecha, tuviesen mayor o menor enjundia. A partir de ahí, comenzó mi relación de amor con las tablas: una relación de absoluta entrega y fidelidad. Soy capaz de viajar kilómetros y kilómetros, cuando las circunstancias económicas son propicias (y si no lo son, dados los tiempos actuales, la rabia que siento es abundante), sólo por ver una obra o a un actor o a una actriz que me interesan, haciendo algo clásico o contemporáneo, una comedia o un drama o un musical. Rara vez salgo decepcionado de allí. Ya se sabe que en este país hay muy buenos actores, sobre todo actrices. Charo López, Concha Velasco, Amparo Baró, Ana Marzoa, Natalia Dicenta, Núria Espert, Vicky Peña, María Asquerino, Julia Gutiérrez Caba, Aitana Sánchez-Gijón... (Y las que ya no están, como María José Valdés, Queta Claver, Lola Cardona o Irene Gutiérrez Caba, a las que también tuve la oportunidad de ver). Tantas y tantas. A todas tuve la oportunidad de verlas varias veces, en diferentes obras. Y todas esas funciones contribuyeron de un modo decisivo a ser la persona que soy, indiscutiblemente. El teatro como una prolongación de la vida. Como un trozo que vida que se nos cuenta en apenas un par de horas. Se apagan las luces y dejas de lado tu vida para sentir esas otras vidas. Esas vidas que están ahí, a escasos metros de tus manos, de los latidos de tu propio corazón. Pocos placeres hay comparables a ése. La emoción, ya digo, permanece intacta.
Es cierto todo lo que dices, el teatro tiene la capacidad de hacernos abandonar nuestra propia mediocidad, para vivir la pasión, el desamor y la ternura de otros. Muy bien descrito, Ovidio.
ResponderEliminarLa vida también es puro teatro.
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