jueves, 26 de junio de 2025

Dos años sin mi madre

Dos años sin mi madre. Esta mañana, cuando la ciudad todavía estaba despertando, salí muy temprano de casa. Así, más o menos, era el paisaje que me encontré: Los hombres que descargan los periódicos y las revistas en los pocos kioscos que van quedando, las pescaderas moviendo con brío las piezas que aún parecían vivas, los camareros colocando las sillas de las terrazas, las personas que recogen a los ancianos en sus portales para llevarlos a pasar el día con otros ancianos, los niños adormilados que van a natación o a alguna clase particular, una pareja -hombre y mujer- que venían de fiesta, sin parar de besarse (¿la primera cita?), o ese vecino que saca a pasear al perro y se mete a esas horas el primer vino del día. Me acerqué a la casa de mis padres. Desde la acera de enfrente, vi la ventana donde mi madre se asomaba cuando nos íbamos de casa. Era lo que quería ver, esa ventana. Mi padre aún no había levantado la persiana. No importa, pensé. Aún tengo la capacidad de ver esa ventana y a mi madre, sonriendo, tras ella. Aunque la médica me recetó una pastilla para que no me pasara las horas llorando, a veces se le olvida hacer su efecto. Dos años de orfandad. De intentar afrontar la realidad y alcanzar el sosiego necesario para continuar mi viaje sin ella. Mucho trabajo para los peores veinticuatro meses de mi vida. Aunque allí, en medio de la calle, podría haberle dicho muchas cosas a una ventana con la persiana bajada, no dije nada. Continué mi camino. El de todos los días. Seis kilómetros de paseo. Hacía ya mucho calor y el sol pegaba con fuerza, igual que aquel día de hace dos años. Como entonces, sigo sin saber decir adiós. 

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