domingo, 3 de marzo de 2024

La tumba de Marguerite Duras

A veces, en el estudio, dejo a un lado el libro que estoy leyendo o los párrafos que acabo de escribir y me pongo a pensar en mi madre. Siempre aparecen buenos tiempos en esos recuerdos. Luego, mirando el calendario o alguno de los libros más cercanos de las estanterías, esos recuerdos se mezclan con otros donde ella ya no aparece, sigue viva pero no está en esos nuevos recuerdos. Sé que sigue viva -como lo intuyo erróneamente ahora al despertarme casi todas las madrugadas- porque su presencia era siempre constante y poderosa, aunque no estuviese en esos momentos a su lado. Verano de 2007, París. El primer viaje que Íñigo y yo hicimos juntos. El deslumbramiento por cada rincón. Es inevitable. Todo lo que nos deslumbra en una ciudad desconocida, en París, en un primer viaje, lo hace doblemente. Lo que le debemos al cine y a la literatura. La herencia más fructífera e inagotable. Y entonces, de repente, estamos ahí: delante de la tumba desnuda de Marguerite Duras. Y sobre ella, numerosos billetes de metro y pequeños papeles con retazos diminutos de su obra. Están en francés, pero alcanzo a descifrar el título al que pertenecen esos textos. Pienso en la gente que los ha dejado ahí. Pienso hoy, cuando se cumplen 28 años de la muerte de la escritora, en esas emociones. Un gesto sencillo y agradecido. Algo hermoso y extraño. Un papel, unas palabras de un libro que te ha dejado huella sobre la tumba de la mujer que las escribió. Supongo que la gente que la admira seguirá haciendo lo mismo. Un papel, unas palabras de una escritora esencial. A ver si podemos regresar pronto para comprobarlo. Las palabras que dejaré escritas están incluidas en mi próximo libro. Y entonces del verano de 2007, regresamos al comienzo de este texto.

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