Soy
ese hombre que compró un paraguas en Berlín hace tres años y que ahora entra con él medio empapado
por la puerta de un hospital. Habitación 214, al final del pasillo. Los médicos
realizarán una operación quirúrgica a mi marido dentro de un rato. Y en todas
las televisiones retransmiten el funeral de una reina que vestía con prendas de
vistosos colores y que parecía inmortal. Gente de todas las edades llora, hace
largas colas, deposita ramos de flores a la entrada de sus palacios, habla entrecortadamente
con los periodistas. Un joven con un tatuaje que ocupa todo su brazo izquierdo
entra en la habitación para llevarse a Íñigo al quirófano. Parece cansado y no
es demasiado amable. La intervención durará un par de horas, quizá tres, más el
tiempo correspondiente en la sala de recuperación. Apago el televisor. He
traído unos cuantos libros para hacer más llevadera la espera. Los pongo encima
de la pequeña mesa de ruedas que los enfermos utilizan para comer. Varios de
ellos son de Javier Marías. Aunque ya los he leído (y releído) todos, anoche pensé
que sería buena idea tenerlos a mi lado en estos momentos de tensa espera.
Abrir una página al azar, deleitarme en lo escrito, reconfortarme. Pensar en
aquel tiempo en el que los leí por primera vez, en aquellos deslumbramientos. Mi
vida, de pronto, reflejada en esas páginas. Qué sentí entonces, qué siento ahora.
No lo hago, de momento. Los dejo ahí, sobre la pequeña mesa de ruedas. El
silencio es espeso. Miro por la ventana. Desde esa habitación, la 214, se puede
ver la entrada principal del hospital. El trajín habitual en estos casos.
Coches, paraguas, pasos apresurados. Ropa de abrigo sobre la ropa de los
últimos días de verano, algo inevitable en los septiembres del norte. Rostros
cubiertos con esas mascarillas (azules, blancas, negras, incluso rosas, verdes
o moradas) que llevan más de dos años formando parte de nuestras vidas por
culpa de una enfermedad de nombre extraño y que hoy también sirven para ocultar
preocupaciones, desvelos. Pienso en él, en Javier Marías, que tanta compañía me
ha hecho desde mis solitarios años de juventud hasta hoy mismo. El escritor. El
personaje que algunas personas quisieron crear. El hombre. La imagen de un Javier
Marías jovencísimo con su eterno cigarrillo entre los dedos. Javier Marías hablando
de libros con su agradable voz de fumador, rechazando aquel premio por ‘Los
enamoramientos’, moviendo mucho las manos, firmando sus propios textos en
alguna feria o presentación. Javier Marías, como ese hombre que camina ahora hacia
la puerta de entrada del hospital a grandes pasos, con un enorme paraguas negro
(la ropa también era negra, excepto la camisa blanca), sin abandonar el
cigarrillo, bajo la lluvia. Javier Marías y sus colegas. Javier Marías, en
fotos antiguas y en escritos, y sus padres. Javier Marías y su colección de
soldaditos de plomo. Javier Marías y otras vidas escritas. Javier Marías y la
meticulosidad a la hora de enfrentarse a una traducción (qué emotivo resulta que
dedicase su último artículo para el periódico a la labor de los traductores), a
una página aún sin estrenar o al comienzo de una nueva historia. Los setenta
años de Javier Marías. Y, lamentablemente, en ese aciago once de septiembre, fundido
a negro.
Pienso,
de repente, en los últimos días de Javier Marías en el hospital. En una habitación
(imagino) como ésta: aséptica, desinfectada, pintada de un blanco impecable. Allí,
en aquella habitación de hospital, el hombre estaba por encima del personaje
que algunas personas habían creado, incluso por encima del escritor. De ese
escritor que tantísimas páginas de extraordinaria calidad deja al mundo de la
literatura y que, sin embargo, a quienes tanto le admiramos seguirán
pareciéndonos pocas. Los lectores siempre somos egoístas con nuestros autores
imprescindibles. Con aquellos creadores (hombres y mujeres) que forman parte de
nuestras vidas y cuyas obras necesitamos tener cerca para, en cierta medida,
saber quiénes fuimos, quiénes somos, quiénes seremos. Más allá de la frase
hecha y un tanto manoseada, nuestras lecturas (y relecturas) nos definen. Y nos
posicionan en estos tiempos en los que parece que la gente -en general-, quizá
por miedo o por pereza o por todo el cansancio acumulado, se retrae a la hora
de posicionarse.
Marías
nunca dejo de hacerlo, de posicionarse, en estos tiempos que a veces
consideraba insulsos, anodinos, vulgares o, directamente, estúpidos. Para refugiarse
de todo eso, siempre quedaba la literatura, el arte, el cine... En el cine, donde
todo ha sucedido, como él mismo diría en el título de uno de sus libros. Donde todo
ha sucedido. Cuatro palabras que le devuelven el sentido al sinsentido de demasiadas
cosas, de demasiadas preocupaciones, de demasiadas injusticias, de demasiadas infamias.
Vuelven algunos ideales y pensamientos que creíamos desterrados. Vuelven los
gritos y la mala educación. Vuelve a haber una guerra en Europa.
Miro
el reloj. Las horas pasan lentas en los hospitales, más aún en una situación de
espera como ésta. Los libros siguen ahí, sobre la pequeña mesa de ruedas. También
mi inquietud. Abro uno de ellos, ‘Aquella mitad de mi tiempo’, que tanto me
gusta, y leo: “Tampoco puede oponerse uno a ello, ni a nacer, ni a vivir, ni a
viajar en el tiempo, mientras no se canse de nosotros el tiempo, y nos expulse
al territorio que no discurre. O que no transcurre, que viene a ser lo mismo. Si
nos da tiempo a decir adiós, bien estará y yo no me quejaré”.
Cerca
del mediodía, se abre la puerta de la habitación. Todo ha salido bien hoy. No
me quejaré por esto.
Adiós,
Javier.
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