Último reducto de cultura cinematográfica y coherencia, de unos tiempos que siguen siendo nuestros. Mucho de lo que hoy sé de cine lo aprendí viendo las películas de ese videoclub, el único que se mantiene abierto en esta ciudad, muy cerca de la casa de mis padres. Cine clásico, cine independiente, cine hecho para la televisión americana con grandes estrellas que ya no encontraban hueco en la pantalla grande, cine que no se estrenaba por aquí. Y luego, las primeras series. Las que estaban de moda y las que se iban recuperando poco a poco. Buscar una película, por rara que fuera, y encontrarla en sus estanterías. Esa emoción. Una película. Dos películas. Tres películas. En las interminables tardes y noches de verano, hasta cuatro o cinco películas. Y volver atrás para ver los momentos cumbre, tiempos del VHS, antes de devolverla al día siguiente. Tardes de cine en casa de mi añorada amiga Loli y su hija, Silvia. Noches de cine en casa, solo o con mi hermana. Madrugadas de cine en la penumbra para aliviar un desamor, una infección de garganta o el peso de los días. A raíz de la pandemia, se empezó a decir que antes éramos felices y no lo sabíamos. Nunca estuve de acuerdo con esa frase. Sé distinguir perfectamente los ratos de felicidad (y lo consciente que era entonces de ello) y los otros. Parte de los primeros, para mí, están asociados a ese viaje, el que iba de la casa de mis padres a ese videoclub (y al cine, y a las librerías, y a las bibliotecas, se sobrentiende). El comienzo de la aventura. Con mayúsculas.
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