Con la cabeza echada hacia atrás, cómodamente situada en el sillón, puedo ver la pantalla que hay en el techo. Dentro de ella, peces de diferentes colores se deslizan por el agua. No hay sonido. Sólo movimiento. Sin embargo, ajeno a lo que la dentista está haciendo en mi boca, puedo sentir ese rumor, el del agua que se va ondulando con la inquieta actividad de los peces. Estoy tan concentrado en ese fascinante espectáculo, que tampoco hay pensamiento. Ningún pensamiento. Si la imagen se detuviera, podría tratarse de una fotografía muy luminosa. Pero no se detiene, en ningún momento. Los peces siguen en movimiento y, por un instante, puedo sentir que estoy ahí, junto a ellos, rodeado de agua por todas partes. Ni siquiera las luces que rodean a la pantalla, o la que desprende el foco que apunta hacia mi boca, consiguen distraerme. Estoy ahí. No quiero saber más. No quiero saber lo que vendrá luego. Lo que vendrá en septiembre. Estoy ahí, dentro de esa imagen en movimiento, rodeado de agua. Pequeño y reconfortante paréntesis en medio de este extraño, interminable agosto.
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