Les dijeron que metiesen cuatro cosas en una maleta. Lo imprescindible. Con ella, cuando saltasen las alarmas, deberían abandonar sus casas y refugiarse en los puntos acordados, más o menos seguros. Y ahora, cuando me levanto, cinco de la mañana (hora española), y echo un vistazo al periódico puedo verlos en un vídeo en directo. Personas de diferentes edades refugiadas en una estación de metro. Algunas de ellas, y esto añade un detalle más conmovedor si cabe al asunto, con la mascarilla puesta. Mascarillas decoloradas, mascarillas que cubren o no cubren la nariz. La línea del horror continúa, se acrecienta. Miedo a perder la salud y, ahora, miedo a perder la vida. Casi de un día para otro. Sin contemplaciones. Por la decisión de un hombre que está sentado en una confortable mesa de mando. Esas personas no hablan. Todo el mundo permanece en silencio en esa estación de metro que me recuerda a las estaciones de metro que conocí cuando estuve en Austria y en Alemania. Esas personas, en silencio y muy asustadas. Los rostros, con mascarilla o sin ella, no pueden ocultarlo. Ese tramo del vídeo dura poco, afortunadamente. Resulta casi impúdico a mis ojos. Con una impudicia similar a la que se podríamos sentir si descubriésemos a alguna persona desconocida en el baño o en la cama con su pareja. Me alivia que ese tramo del vídeo dure poco. No hubiese resistido mucho más tiempo. Parece una película, sí. Pero no se trata de una película. Es la cruda realidad. Cruda, extraña, casi indescriptible realidad. A unas horas de vuelo de nuestras casas. A las cinco y pico ya de la mañana, hora española. Avanzando el siglo XXI.
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