Estoy sentado en un banco de una de las áreas de espera del nuevo hospital. La mujer a la que acompaño ha entrado por una de esas puertas. Aunque llevo un libro y un cuaderno en la bolsa, no me apetece leer ni anotar nada. Observo a la gente que está a mi alrededor. Una mujer embarazada de unos cuarenta años y su padre que no deja de protestar, una pareja de ancianos nerviosos y un tanto despistados, una monja que ni la mascarilla logra ocultar su cara de pocos amigos. De otra de las puertas, sale un enfermero (supongo que es un enfermero) y llama a una mujer y a un hombre. Lorena y Luis Manuel. Ninguno de los dos está presente. Desaparece por la misma puerta y vuelve a aparecer a los cinco minutos. Repite los nombres: Lorena y Luis Manuel. Ni rastro de Luis Manuel, pero Lorena, una chica joven, parece que ha llegado. Se levanta, acelerada, y se acerca al enfermero. Pasa detrás de él. Lorena. ¿Y si esa mujer joven no es realmente Lorena? ¿Si se trata de una impostora? ¿De alguien que quiere cambiar con todo lo anterior, apropiarse de la vida de otra persona? Me hago estas preguntas, aunque ya sé que todo suena un poco a esos escritores para los que el azar resulta imprescindible. Pero quiero divagar, imaginar el principio de un relato. Los hospitales, si no quieres pensar demasiado, son buenos lugares para eso. Me pregunto también: ¿Y si esa mujer joven es la amante del enfermero? ¿Y si Lorena no existe y es solo una contraseña que tienen pactada entre ambos? Quizá estén acordando una cita para esta noche, lejos de aquí. Unas palabras rápidas, unos besos fugaces. Cierta impaciencia.
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