Solitaria. Inquieta. Hambrienta. Descarada. Deambulando de un lado a otro de la terraza. Pendiente de que a alguien se le caiga una patata frita o un miserable cacahuete al suelo. El atrevimiento, por momentos, le lleva a acercarse para picotear las migajas que encuentra sobre las mesas. El cuerpo atravesado por los templados y reconfortantes rayos de sol (todos escasos de vitamina D por estas tierras), por las sombras que recuerdan que la primavera todavía está muy lejos. El sonido de unas cuantas como ella es más fuerte que el de un grupo de moteros vestidos de Papá Noel y de la gente de aquella mesa que hace chocar sus copas. Risas. Voces. El humo de aquel tabaco al otro lado de la terraza. Mascarillas. Cierta ilusión. Y los cristales que, empapados de cava, consiguen que nos olvidemos por un rato de todo lo que tenemos encima. Poco más se puede hacer. Disfrazar momentáneamente la realidad. Volver a otros tiempos mientras se va apurando la hora del vermú y las sombras derrotan definitivamente a esos rayos de sol templado y reconfortante. Ella, desde lo alto, sigue observando. Poderosa como un águila, tan lejana.
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