Si se cierran definitivamente los cines, posibilidad que apunta hoy el periódico debido a la poca asistencia de público tras la pandemia, será una catástrofe. Lo será para algunas personas. Lo será para mí. Veo muchas películas en casa, de entonces y de ahora. Reviso clásicos, como es natural, aunque no me quedo anclado ahí. Se siguen haciendo buenas películas que se estrenan directamente en deuvedé o en plataformas. Pero nada es comparable a la sala de cine, a la pantalla grande, a la oscuridad. A esa expectativa que tienes sobre la película que has escogido para ver esa tarde, primera sesión. No se trata de literatura o de nostalgia. Es evidente que la memoria está ahí porque he ido muchísimas veces al cine a lo largo de mi vida. Estoy hablando del presente. De la semana pasada. De hoy mismo. A pesar de tantas circunstancias que han hecho de mí un hombre muy diferente a aquel adolescente que comenzaba a ir al cine, aún conservo cierta excitación por descubrir esa película elegida para ver en pantalla grande. En el camino que separa mi casa del cine más cercano (unos cinco kilómetros), esa excitación aumenta. Perder eso, sería perder demasiado. Y perder demasiado no es ninguna frase hecha. Es una realidad -dura, triste, desagradable, cansina- que me resisto a aceptar de nuevo.
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