Ayer fue el peor día en la vida de Francesca. Así podría resumirse el primer día y la primera noche en esta nueva casa. Todo lo demás -deshacer cajas, colocar libros, montar muebles, limpiar, seguir tirando cosas...- es accesorio y muy pesado, como sabe todo el mundo que se ha visto involucrado en una mudanza. La gata estaba desorientada, perdida, asustada, nerviosísima. No sabía dónde meterse. No entendía nada. Si la cogías y la acariciabas, tampoco se calmaba. Se acurrucaba contra tu pecho, se enroscaba sobre sí misma, pero su corazón latía con una fuerza exagerada. Nada parecía consolarla. Ni siquiera sus galletas favoritas. Esas que, al mover la caja, se encuentre donde se encuentre, la hacen aparecer de inmediato a tus pies, ansiosa por devorarlas. Se pasó toda la jornada en el baño, en un pequeño rincón junto a la bañera. No comió ni bebió durante todo el día. Su cara era un gesto de dolor que parecía decir que nadie la comprendía ni la quería. Un verdadero mapa del desamparo. De vez en cuando, entre trajín y trajín, nos acercábamos a ella y la cogíamos y la acariciábamos, pero ella seguía en sus trece. Enfurruñada. Ajena a un escenario que no reconocía. Extraña en su nueva casa. Ni galletas, ni juguetes, ni mimos, ni caricias, ni su sofá preferido... No quería saber nada del mundo. Cuando pasó mi hermana (con la que, siendo sinceros, Francesca nunca hizo muchas migas) por aquí con una botella de vino para tomar un respiro y celebrar esta nueva etapa, la miró con esa cara de pena que aún le dura y que venía a decir algo así como sácame de aquí, llévame a mi verdadera casa, ten un poco de compasión... Al ver que tampoco había manera, regresó a su rincón del baño. Aún más enfurruñada, si cabe.
Por la noche, la sentí hurgar entre sus galletas, beber agua, caminar sigilosa por el pasillo. Al despertarme, estaba junto a mi almohada. El corazón ya no le latía con aquella exagerada intensidad.
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