La fotografía está ahí, en una esquina de mis nuevas estanterías. Sólo tengo que girar la cabeza hacia la izquierda desde la mesa donde estoy escribiendo para verla. Mis padres. Los dos. Jóvenes, guapos, delgados, ilusionados, sonrientes. Su hijo -el único que tienen en esos momentos- acaba de cumplir un año. Tengo un año en esa fotografía que tiene más de cuatro décadas. Tengo el pelo más rubio que ahora y la sonrisa de los bebés cuando sus padres les hacen alguna gracia. Me reconozco en esa sonrisa. En realidad, incluso en los momentos más duros, siempre ha estado ahí. Estamos los tres sentados en uno de aquellos sofás rojos de escay tan característicos de la época (principios de los setenta). Una lámpara que hoy se consideraría una buena pieza vintage (y que no desdeñaría para esta nueva vivienda), al lado. No hay muchos muebles en el salón de la casa de mis padres. Se han casado hace poco, tienen un hijo muy pequeño, van decorando la casa con lentitud. Una pareja joven que acaba de empezar su viaje. La aventura. ¿Quién sabe lo que les deparará el destino? Nadie lo sabe aún. Mi madre lleva el pelo moreno, largo y liso. Viste un pantalón de espiga marrón y un fino conjunto de jersey y chaqueta naranja. Los zapatos, también de color naranja, están ahora mismo de plena actualidad. Mi padre va vestido de azul marino. Lleva un pantalón y un jersey azul y una corbata, su complemento preferido, también azul. Ella, mi madre, tan guapa, parece una actriz de cine. Se la ve feliz. Los dos lo están. Su viaje, ya lo he dicho, acaba de comenzar. Aún no se han muerto los abuelos, aún no le han diagnosticado la enfermedad a mi madre, aún... Los problemas no existen. Son felices. Soy feliz. Sonríen. Sonreímos. Es una de esas fotografías en las que es imposible ocultar la felicidad. No sé quién ha hecho la fotografía (luego se lo preguntaré a mi madre), pero sé que es imposible ocultar toda esa alegría -toda esa verdad- que irradian sus rostros, nuestros rostros. Me gusta girar la cabeza hacia la izquierda y mirarla. Aunque asome un rastro de melancolía por la rapidez con la que han pasado los años. Más de cuarenta. Ahí, en la fotografía, tengo un año y en tres meses cumpliré cuarenta y cuatro. El vértigo es inevitable. Seguimos avanzando. A ratos, con firmeza. Otros, a tientas. Conviene hacerlo día a día, sin grandes planes ni proyectos a largo plazo. Es una de las enseñanzas que vas aprendiendo con los años. Vivir el momento. ¿De qué sirve lo contrario?
Hoy mi madre cumple sesenta y seis años. Aunque no es la misma mujer de la fotografía, no resulta complicado reconocerla en ella. La misma sonrisa, la misma bondad, la mirada que dirige a ese hijo de un año y que es la misma que le dirige ahora, casi cuarenta y tres años más tarde. No ha ido envejeciendo mal, mi madre. (Mi padre, tampoco). Nada ha podido con su sonrisa, con su buen carácter. Todos los que la conocen lo saben. Lo sabemos.
Hoy mi madre cumple sesenta y seis años. Aunque no es la misma mujer de la fotografía, no resulta complicado reconocerla en ella. La misma sonrisa, la misma bondad, la mirada que dirige a ese hijo de un año y que es la misma que le dirige ahora, casi cuarenta y tres años más tarde. No ha ido envejeciendo mal, mi madre. (Mi padre, tampoco). Nada ha podido con su sonrisa, con su buen carácter. Todos los que la conocen lo saben. Lo sabemos.
Seguimos en el camino, avanzando. Sonriendo por momentos. Deseando que el viaje sea largo, muy largo. Por un momento, me gustaría volver al tiempo de esa fotografía, quedar atrapado en esos colores de los años setenta, tener unos pocos meses de vida, no recordar nada, ser feliz sin ser consciente de que lo estás siendo (como siempre ocurre). Por un momento, me gustaría sentir que tenemos otra vez toda la vida por delante. Y no dudar de que los momentos en los que avanzamos con firmeza van a ser superiores a los otros, los que avanzamos a tientas. No dudarlo nunca, bajo ningún concepto.
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