Hace muchos años, durante varios meses, trabajé cuidando al niño de unos amigos. Era un niño rubio, gordito, guapo y muy bueno: apenas lloraba ni se enfadaba por nada. Ellos, mis amigos, sabían que me encantaban los niños y me ofrecieron aquella posibilidad de embolsarme algún dinero. Tengo muchas anécdotas al respecto. Desde la oposición de algunos amigos o familiares de mis propios amigos de que le encargaran a un hombre el cuidado de su hijo de apenas seis meses hasta varias mujeres, en el parque (donde le llevaba para leerle algún cuento o enseñarle el juego de los patos del estanque), que me decían lo mucho que se parecía aquel niño a mí, interpretando que se trataba de mi propio hijo y sin imaginar ni por los más remoto que yo era su cuidador. Ni que decir tiene que el niño estaba encantado conmigo. Y yo con él. Por aquella época, mi hermana aún estaba en la Facultad. A veces, en el descanso, iba con el niño y nos sentábamos en una terraza a tomar un café con ella y comentar nuestras últimas andanzas nocturnas del fin de semana, que en aquella época eran muchas. Una compañera suya, para costearse los estudios, también trabajaba cuidando niños. Niños pequeños, de los que aún van en silla, como aquel que estaba a mi cargo. Uno de ellos, según me contó mi hermana en varias ocasiones, recibió bastante tortas y malos tratos por parte de aquella joven cuidadora, compañera suya de la Facultad, cuando el niño lloraba, tenía hambre, quería salir de la silla o rechazaba la merienda. El resto de sus compañeros no daba crédito a aquel comportamiento. Seguro que por tratarse de una chica nadie se escandalizó inicialmente porque se dedicara al cuidado de niños, como habían hecho aquellas otras personas conmigo (personas cultas, progresistas y con un pensamiento avanzado, en algunos casos) por ser un hombre. Ni nadie sospechaba del trato que le daba a aquellos pobres críos. Las injusticias de la vida. Y sus malditos estereotipos. Así nos va.
Pienso en todo esto mientras veo una película protagonizada por Alan Cumming, "Any day now". En ella, una pareja de gays, en la California de finales de los setenta, intenta hacerse con la adopción de un niño deficiente. Ni que decir tiene las dificultades por las que tienen que pasar para intentarlo. Las humillaciones, las preguntas absurdas, el brutal rechazo... Finalmente, no lo consiguen. Y el desenlace es triste, muy triste. Con esa tristeza desoladora que provoca habitualmente la impotencia más absoluta. Las reglas de una sociedad injusta, profundamente machista y homófoba (más aún en aquellos años, los setenta). No sé si las cosas han cambiado mucho al respecto. Me temo que no. Las trabas para adoptar por parte de una pareja gay siguen siendo infinitas. Y en París, ciudad por excelencia de la cultura y el refinamiento, estamos viendo cosas verdaderamente aberrantes (ataques y golpes incluidos) en contra del matrimonio gay y la adopción. Voces que claman barbaridades contra esa ley que en nuestro país se fue adaptando en la sociedad sin mayores inconvenientes. Voces que jamás hubiésemos pensado que podrían venir de esa ciudad, París. La vida nunca dejará de sorprendernos. Y así, entre unas cosas y otras, ya se me han ido quitando las ganas de tener hijos, qué queréis que os diga.
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