Viendo 'El imperio de la luz', la última película de Sam Mendes, se puede sentir el olor de los viejos cines que ya no existen en esta ciudad, en casi todas las ciudades. Preciosos cines antiguos en los que tuvimos la suerte de disfrutar de toda clase de emociones. En los que, a veces, nos hubiese gustado quedarnos a vivir durante un rato más, olvidando algunas de las cosas que había en el exterior. El cine como refugio seguro. Como una especie de segunda casa. Como recompensa al lado menos amable de la vida. Ese cine antiguo frente al mar que aparece en la película es el cine de la juventud de Mendes y también el de la nuestra aunque no tuviésemos el mar tan cerca. Por eso, el director cuenta la historia de esa encargada (basada en la vida de su propia madre) que sufre esquizofrenia y que inicia una relación con un joven negro con una delicadeza que emociona. Olivia Colman, con su inmenso talento, contribuye de modo decisivo a esa emoción. Perdida o estable gracias a los tratamientos, consigue con cada gesto, silencio o palabra recrear un personaje inolvidable. Y la historia avanza con denuncias a ese racismo de 1981 que nunca ha desaparecido. Con las historias personales de los otros trabajadores de ese precioso cine frente al mar, el Empire. Y la vida que se escapa o que se convierte en una de las salas cerradas del piso superior donde la decadencia y un puñado de pájaros han hecho su nido. La vida misma. La que ya no existe y la que sigue existiendo en un lugar destacado de la memoria.
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