Una de las calles de mi infancia. La calle donde vivía mi amiga Loli. Estamos ahí, sentados en una terraza. Es sábado. Anochece ya. Se levanta una especie de aire de finales septiembre que vuelve a recordarnos el verano tan lamentable que estamos teniendo por aquí (llueve de nuevo mientras escribo). Es hora de irse. Antes de hacerlo, levanto la vista y la dirijo al edificio donde vivía mi amiga. A su terraza, a las ventanas. Una de ellas, la del salón, está entreabierta. Y de repente la veo allí, en su pequeña terraza. Lleva un vestido de flores, sin mangas. El pelo rubio y un poco alborotado, como si hubiese hundido la cabeza en un cojín mientras veía una película por televisión. Saluda con la mano y sonríe. Dice algo que no logro escuchar y luego, al darse cuenta de que no la entiendo, hace un gesto con la mano que indica que hablaremos pronto por teléfono. El camarero regresa con el cambio y da las gracias. Y entonces me doy cuenta de que mi amiga ya no está allí, en su pequeña terraza. Ya no hay -como entonces- saludo, ni sonrisa, ni gesto con las manos. No habrá llamada telefónica. Mi amiga ya no está. Hace tres años y medio que no está. Y sin embargo, con todo, sigue estando. Entonces, ahora. No es una situación extraña. Solo se trata de cierto orden natural. Una cuestión de memoria, por encima del tiempo.
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