Habitaciones en penumbra. Manos que trazan palabras y encienden cigarrillos. Puede que los caminos estén marcados, pero eso aún se desconoce. Hay una ligera luz que se cuela del exterior. Hay una música que suena en el tocadiscos. Hay una voz, la de Franco Battiato, que expresa melancolía y también esperanza. ¿Qué clase de esperanza? No lo sé. Sí lo sé: esa clase de esperanza que te lleva lejos. Muy lejos. La combinación de ambos conceptos resulta extraña y gratificante. Puede que la melancolía sea, por momentos, más poderosa. Puede que solo se trate de la última percepción de la madrugada. Los veranos están por venir, los veranos ya se han quedado atrás. Vendrán otros veranos, eso es seguro. Muchos veranos, con suerte. ¿Qué nos ofrecerán? No hay respuesta para esa pregunta, todavía. Volverán a quedarse atrás. Un verano tras otro (muchos veranos, con suerte). Pero antes, durante algunos de los más luminosos, quizá haya otras habitaciones, también en penumbra, donde esa misma voz, la de Franco Battiato, sea utilizada como banda sonora. Dos cuerpos que, tras la danza, ya están allí, a salvo. Dos cuerpos sin ropa ni máscaras. Solo las palabras de esas canciones (esa voz que expresa melancolía y esperanza, ya no importa el orden), justo en ese instante. El descubrimiento de dos cuerpos desnudos. El deseo. Los secretos. Los silencios. Solo esas palabras. La banda sonora de unos años que se volverán esenciales. Años que se recordarán. Que se perderán en la memoria. Que volverán a recordarse y volverán a perderse. Hasta que una mañana lluviosa todo regresa de golpe (otra vez) y, entonces sí, la melancolía ya es más fuerte que la esperanza. Era inevitable, y lo sabíamos. Era la juventud perdida, la cara B de todos los juegos.
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