Qué extraño es todo. No, no estamos confinados como en la primavera (y eso, sin duda, es un alivio), pero la situación es rara, dolorosa, incómoda. Provoca cierta desazón e impotencia eso de no poder salir de tu ciudad. Ya sé que es lo que toca: no me quejo. Repito: esto no es una queja. Es solo una manera de expresar la sensación que sentí al abrir la ventana y percibir el impactante silencio de la calle. Las ventanas de los otros edificios cerradas, el runrún de la lluvia que estuvo presente durante toda la noche y que ya había dejado de sonar, el sol que luchaba (en vano) por hacerse su hueco. Todo contribuía a esa extrañeza inicial, la de estar aislado en tu propia ciudad. Y de repente, en medio de esa inusual sensación, la alegre voz de una chica joven dándole desde la calle los buenos días a alguien que se acababa de asomar a la ventana de uno de los edificios cercanos (no pude percibir la respuesta de esta persona) y que entró como un soplo de aire fresco en mi estudio, me devolvió cierta armonía, alejándome momentáneamente de todos esos pensamientos e incertidumbres que nos acechan. Una voz a nuestro favor. Un instante contra el mundo. La fuerza, una vez más, de los pequeños detalles.
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