Levanto la persiana, abro la ventana: cielo gris, lluvia fina, humedad. Más de lo mismo. Tengo que reconocer que cuando era muy joven me gustaban estos veranos. Ya no. Quiero sol. Quiero luz. Quiero salir a la calle sin paraguas y con pantalones cortos. Quiero que la claridad entre en la cocina y en el estudio y en todos los rincones de la casa. Quiero calor en la piel y en los huesos. Quiero beber vino blanco y sentir la excitación que produce el buen tiempo. Quiero buscar una sombra y comer allí un helado de los que cuestan tres euros. Quiero que el verano sea verano.
Veo al portero del edificio de enfrente con su gorro para la lluvia y su mascarilla. ese atuendo que casi parece de camuflaje, y pienso que podría ser el portero del edificio de enfrente, Tony Curtis o un espía infiltrado. A veces pienso que el edificio de enfrente, tan enorme y antiguo, podría ser el escenario perfecto para una novela como las de Ruth Rendell. Todo es cuestión de ponerse a ello, me digo.
Y voy a la cocina, y preparo más café, y no pongo la radio (¿para qué?), y saco el paquete de lentejas del armario.
Y pienso en el mar de aquellos otros veranos, y me voy lejos, lejos...
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