Lo que me hubiese gustado entonces besar a Sam Shepard. Quitarle el sombrero, ordenar su pelo y dejarme llevar. Los sueños siempre tienen que tener un reflejo que los acerque a la realidad, así que para que todo resultase más convincente la luna tenía que estar alta y el rumor de algún río presente. La brisa nocturna hacía más llevadero aquel calor que a los dos nos cansaba. No era una imagen de cartón piedra. Era una escena de alguna de sus películas de los ochenta, pero allí, en el sueño, los labios de la rubia eran los míos. Esas cosas de la juventud, de los poemas, del deseo y de la ausencia del miedo. No hay otro misterio. Lo sueños terminan por estrellarse al final de la madrugada. Ese es su destino. Y puede que esté bien que sea así. La realidad sigue su curso y termina por imponerse, da igual lo que anheles o lo que termines por hacer. Siempre estaremos acertados y siempre estaremos equivocados. Nunca habrá equilibrio.
Los años terminan por cambiar los sueños y el destino de los besos. Pero hoy, cuando se cumplen tres años de la desaparición del escritor, vuelvo a recordar todo aquello. Y a decir verdad, lo recuerdo como si realmente hubiese ocurrido. Lo recuerdo, de hecho, con más claridad que aquellos otros besos de noches largas y húmedas que fueron auténticos y que hace tiempo que se volvieron tan difusos como si perteneciesen a otra persona.
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