Treinta años. Hoy se cumplen treinta años de su muerte.
Se llamaba Virginia y era mi abuela materna. Era elegante, educada, presumida, alegre, risueña, cantarina, cariñosa y trabajadora. Estaba muy enamorada de mi abuelo (él también de ella). Le gustaba cocinar y lo hizo casi hasta el último día de su vida. Le gustaba asomarse a la ventana y contemplar todo lo que ocurría al otro lado. Aquel paisaje minero del Mieres de los 70 y los 80. Le gustaba recordar cosas de su juventud y darnos dinero a escondidas, como hacían casi todas las abuelas de entonces. Le gustaba sentarse en las terrazas y que le contásemos historias de nuestro día a día. Le gustaba hablar por teléfono, pintarse las uñas de rosa y darnos muchos besos cuando llegábamos y cuando marchábamos. Siempre olía bien: a jabón, a colonia, a cremas, a laca de peluquería. Tenía las manos suaves y envejecidas.
Han pasado treinta años de su muerte y todos estos recuerdos siguen presentes, casi cada día. Sobre todo, en los días raros. Su recuerdo, siempre luminoso, es más fuerte que todo lo extraño e incomprensible de esos días.
Aquel día, el de su muerte, llovía mucho. Y me dieron mi primer premio literario.
Treinta años.
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