Este artículo fue publicado en El Huffington Post
La gente que trabaja en los mercados aún está
terminando de colocar su mercancía. Verduras, patatas, legumbres, carne,
pescado, pan, empanadas de diferentes sabores y tamaños, pasteles, las frutas
típicas del invierno... La vistosidad de las naranjas destaca poderosamente sobre
el resto. Y el olor del pan recién hecho y el de la fruta, aunque no sea tan
variada como en otras épocas del año, se mezclan en el aire. Ajenos a este
trajín, la mayoría de los habitantes de la ciudad todavía anda sumergida en el
sueño reparador de los sábados por la mañana, pero ella, la ciudad, ya lleva un
buen rato despierta. Sevilla tiene hoy un cielo tan rabiosamente azul que casi
parece uno de esos cielos de verano que invitan a pasar muchas horas fuera de
casa, ociosos y despreocupados, bebiendo cerveza helada y charlando con los
amigos, hasta que el negro -con estrellas o sin ellas, con luna o sin ella- se
impone sobre el azul y cae definitivamente la noche. Ninguna nube a la vista.
El sol se ha presentado con tal rotundidad que todo parece indicar que no
desaparecerá de ahí durante toda la jornada. Casi tan madrugadores como la
gente de los mercados, caminamos ya por las calles de esta ciudad con el deslumbramiento
de quien descubre algo por primera vez y de quien intuye que se va a sentir
seducido por ello. Como aquellos viajeros, que no turistas, a los que se
refería Paul Bowles en su obra maestra, ‘El cielo protector’ (¿no estamos
abandonando un poco en el olvido esta novela indispensable del existencialismo
del siglo XX?). Viajeros del norte del país (Asturias, que hemos dejado atrás
con mucho frío y amenaza de nieve) que visitan por primera vez la ciudad, eso
somos. Calles con tanta historia a sus espaldas que casi abruma un poco pensar
en ello. Así que no lo hacemos, no pensamos en ello, y caminamos, agradeciendo
los tramos donde calienta el sol, imbuidos por esa magia a la que tantos
escritores se refirieron en numerosos momentos.
Nos acercamos a los monumentos emblemáticos con ese
respeto con el que los no creyentes nos adentramos en lugares religiosos de
indiscutible belleza. Siempre me ha fascinado el silencio de templos y
catedrales, los complejos juegos de luces y sombras que los atraviesan, y
el recogimiento sincero de quien, ajeno a fanatismos y entrometimiento en vidas
ajenas, se refugia en sus creencias. Seas creyente o no, algo espiritual
te envuelve cuando estás ahí dentro. Algo espiritual que, a veces, es
complicado describir con palabras. El silencio, casi siempre tan elocuente, se
impone sobre todo lo demás. Y nadie se atreve a romper ese silencio. O acaso lo
hace, sin ánimo de molestar, el hombre que pide a la entrada del templo unas
monedas con un suave murmullo casi ininteligible.
Sin embargo, con todo, y siendo ese todo algo
indiscutiblemente hermoso y atractivo a los ojos del viajero, Sevilla es más
que eso. Sevilla es una ciudad cosmopolita, tan luminosa como ese cielo de una
mañana templada en mitad de un invierno que, aquí, casi parece primavera.
Sevilla es un entramado de callejuelas, de librerías (apunte rápido para
mencionar la espléndida Caótica: con un buen fondo y libreros que saben de lo
que hablan), de terrazas, de parques, de tiendas, de mercados, de cafés y
tabernas… Gente que vive en la ciudad (amable, solícita, siempre dispuesta a
echarte una mano si te encuentran observando las líneas de los mapas) y esa
otra gente, abundante, que, como nosotros, está de paso, deslumbrada por esa
perfecta y armónica conjunción de pasado y de presente, de ayer y de hoy. Un
antes y un ahora que, lejos de enfrentarse, se dan la mano y se ofrecen en
plenitud a las miradas y a los gustos más variados. Como, por otro lado, suelen
hacer las grandes ciudades de todo el mundo. Aunque, todo hay que decirlo, no
todas sean tan cálidas y acogedoras como Sevilla.
Uno observa y apunta en su cuaderno, delante de una
copa de vino tinto, mientras la tarde se va transformando en noche (el azul que
se convierte en negro, misteriosamente). Porque eso, observar y apuntar en un
cuaderno, forma parte ineludible del viaje, de cualquier viaje. Y esos apuntes,
tras la observación y tras el viaje, serán los hilos de los que tirar para
anotar en la memoria lo que el tiempo transformará sabiamente en recuerdo.
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