Víctor Mayo fue conmigo al colegio. Entonces, a pesar de tener algún amigo en común, no manteníamos demasiada relación. Hace unos años, a través de las redes sociales, nos pusimos en contacto. Se convirtió en un fiel seguidor de este blog y de mis libros. Algo que, evidentemente, le agradezco mucho. Conservamos la relación. Esta misma mañana, en su muro de Facebook, colgó una foto de sus abuelos y un comentario sobre lo apenado que se sentía por la muerte de ambos. Sólo un día de diferencia entre una muerte y otra. Eso llamó poderosamente mi atención. La foto, en color, también. A pesar de la avanzada edad, se les veía risueños, con ganas de vivir. Los ojos y la actitud de personas inquietas, con un largo periplo de duro trabajo a sus espaldas. Me dije, qué afortunado has sido, Víctor, disfrutar de los abuelos durante tanto tiempo. No somos muy conscientes (yo, al menos), pero los próximos años que cumplamos serán cuarenta y cuatro. Se dice pronto, pero es lo que hay. Y nuestro esfuerzo nos ha llevado llegar hasta aquí. En muchos sentidos. Como a todo el mundo, supongo. Qué afortunado has sido, Víctor, le dije.
La abuela, Covadonga, ya muy deteriorada por las enfermedades, murió la madrugada del sábado. Al día siguiente, se celebraría el funeral. La madrugada del domingo se murió el abuelo, Alonso. Y la familia decidió celebrar conjuntamente los funerales. Casi setenta años juntos en esta vida. Y juntos también en la despedida. Dice la familia que, en esas horas que transcurrieron entre la muerte de la abuela y la suya propia, el abuelo no pronunció una sola palabra. Se quedó mudo. Hundido en un silencio escogido. Sólo, a la hora de la cena, les comunicó que estaba muy mal. Imagino el hilo de su voz. Con la cabeza en su sitio, supongo que no pudo (ni quiso) aceptar la muerte de la mujer que le había acompañado durante toda su vida. Casi setenta años, como digo. Cabe imaginar el dolor que le traspasó en esas horas. El dolor, y la rabia, y la impotencia. El vacío, el abismo. No tener fuerzas para enfrentarse a más días, a más noches. ¿Para qué? ¿Qué sentido tendría? No pudo vivir (y no quiso, estoy convencido) con aquella angustia. Pensé, de pronto, en esa angustia. Y recordé a mi abuelo, que sobrevivió cinco años a mi abuela, de la que estaba profundamente enamorado. A veces, tras la muerte de la abuela, poniendo la mano en el pecho, sin rastro de dramatismo, nos lo decía: No sé muy bien qué me pasa aquí (señalando el corazón), me duele mucho. Mucho. Entonces, se tumbaba un rato en la cama y cerraba la puerta de aquella habitación donde nosotros -mi hermana y yo- jugábamos de pequeños y que había compartido con ella, la abuela, desde que se habían venido a Asturias desde su Galicia natal. La casa de los ladrillos rojos, frente al pozo minero. La angustia. El coraje de sobrevivir a quien había querido tanto. El miedo. El frío. La mano en el pecho, hasta que el dolor desaparecía. Hasta nuevo aviso. Ya nada estaba controlado. Los sentimientos se desbordaban. Y la pena, también. El abuelo de Víctor, Alonso, con esa inteligencia de los hombres de antes, no quiso pasar por eso. Y se dejó llevar. Hay veces que es necesario pararle los pies a la vida, tan puñetera en ocasiones. Decirle, esta vez no, no vas a poder conmigo. No voy a consentir esta burla. Quédate con tu tiempo, ya no lo necesito.
Los abuelos de Víctor, ganaderos, trabajadores incansables, se fueron con apenas unas horas de separación. Ese fin de semana. Las horas más crueles en la vida de Alonso. Juntos afrontaron muchas cosas, muchos retos, muchas batallas, incluso la muerte de un hijo. Juntos decidieron irse, escaparse. Reencontrarse, tal vez. Quién sabe lo que hay al otro lado, si es que hay algo, claro. Allá cada cual con sus creencias. Convertirse en cenizas al mismo tiempo. Seguir el camino -no siempre fácil, repito- que habían trazado desde jóvenes.
Hacía tiempo que no descubría una historia así. Ni la belleza que en ella, pese al dolor que conlleva toda desaparición, habita. Covadonga y Alonso, revoloteando ya entre la nieve del otro lado. No he escrito ni una sola vez la palabra amor. No creo que haga falta.
Impresionante Ovidio me has conmovido, no tengo palabras y (como tú dices) tampoco hacen falta.
ResponderEliminarUn saludo!
Sandra Sánchez
El amor está presente en cada una de tus palabras. Mis abuelos murieron el mismo día, seis meses más tarde. Era muy pequeña, demasiado, pero fue una gran lección de la fuerza del amor tras toda una vida juntos. Amor del bueno, el motor de la vida.
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