Hay una paz extraña y triste en los locales que antes eran negocios prósperos y que ahora, por culpa de la crisis o de las actualizaciones del precio de los alquileres, están cerrados. Uno pasa por delante de ellos y no se atreve a pararse allí demasiado tiempo. Sólo detiene la mirada en ese cartel que pone SE ALQUILA y el nombre del particular o de la agencia que se encarga de los trámites. Y luego esa paz extraña y triste, similar a la de los cementerios donde están enterrados los seres a los que amamos. No, no hay que detenerse demasiado para sacar conclusiones ni para que la nostalgia se apodere de uno, una vez más. Pero, en este caso, parece inevitable. Aún puedo ver a la mujer que trabajaba allí, en ese local cerrado desde hace unas semanas. Era una mujer inquieta, que se movía de un lado a otro de la floristería, como si siempre tuviese algo que hacer: un ramo que arreglar, una llamada que atender, un cubo con flores frescas que colocar a la puerta del local. A veces, con esa misma inquietud, salía a la calle a fumar un cigarrillo y tampoco entonces podía estar quieta. Retocaba las flores frescas que había puesto a la entrada, le arrancaba una hoja marchita a cualquiera de las plantas que había colocado cerca de esas flores, o pasaba el dedo por el cristal del escaparate para quitar algo -una huella, un pelo, un pétalo diminuto- que se había pegado allí.
La veía todas las mañanas, durante el tiempo que trabajé en la librería que estaba (que aún está, afortunadamente) enfrente. Todas las mañanas esa inquietud, esas ganas de trabajar, de prosperar, de sacar adelante aquel negocio, la floristería que ahora, desde hace unas semanas, está cerrada. Alguna vez venía a la librería a comprar un papel de colores que necesitaba para un encargo, una tarjeta de felicitación, un lazo. O un libro que le habían encargado en el colegio a uno de sus hijos. No se quedaba mucho tiempo. Siempre atenta a que alguien pudiese entrar en la floristería, reclamar sus servicios. Ahora todo eso ya no existe. La tienda está cerrada desde hace unas semanas. Y esa paz extraña y triste que se apodera de los locales cerrados llega incluso a la otra acera, donde la librería en la que yo trabajaba sigue abierta, los libros asomando desde la puerta, incitando al lector. Desde ahí, desde ese lado de la calle, el cartel de SE ALQUILA aún hace más daño a la vista y esa paz extraña y triste tiene algo de fantasmagórico. Estoy seguro de que si abriésemos la puerta, aún podríamos sentir el olor de las últimas flores que estuvieron colocadas en esos cubos que, junto al resto del mobiliario, según reza otro cartel más pequeño que está pegado al cristal, ahora se venden. Un olor añejo, que -seguramente- se ha ido apoderando de cada rincón de la tienda, de los muebles que se venden. Como ese olor que tienen los cementerios cuando las flores marchitas son bastante más numerosas que las flores recién cortadas.
Como de costumbre, me encanta el texto.
ResponderEliminarBonitos textos Ovidio. Llegué a tu blog por causalidad sintonizando RNE hace un par de noches o tres y me dio tiempo a memorizarlo. Me entran ganas de volver a abrir un blog y ponerme a escribir. Saludos
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