Pienso en ella, en la muerte, a menudo. No en la mía, sino en la de las personas a las que quiero. Sé que no es una buena idea, pero no puedo evitarlo. Supongo que el hecho de tener cerca a una persona con una enfermedad degenerativa que se manifiesta a su antojo, inesperadamente, contribuye a ello. O tal vez no. La idea de la muerte siempre está ahí. Supongo que a (casi) todo el mundo le sucede algo parecido. Tratas de pensar en otra cosa, de organizar escritos, de buscar cosas que hacer, de trazar proyectos, de inventar historias. No siempre consigue evadirte todo eso. Piensas cómo afrontarás ese dolor, a qué te agarrarás para ello. Salir a la calle, sin rumbo fijo, ayuda a esa evasión. Las largas caminatas, tan necesarias. Otras veces te dices a ti mismo que lo importante es aprovechar el momento, el día a día, este minuto que terminara antes de que concluya esta frase. Y piensas en otra cosa. Y ya está. A su lado, al lado de la idea de la muerte, nada es comparable. Ningún problema cuenta. Por eso prefieres pensar en esos problemas: para ahuyentar la idea de la muerte lo más lejos posible. Esa idea que siempre está ahí, acechando.
Hablo con mi madre todas las mañanas, a primera hora. Necesito saber cómo está, si ha pasado buena noche, si la enfermedad le ha permitido dormir, si se ha vuelto a manifestar en cualquiera de sus caprichosas apariciones. Cuando escucho su voz, ya sé si lo ha hecho o no. Ya sé cómo se encuentra. No hace falta que me diga nada. Con el saludo inicial, con esas mínimas palabras, con su respiración, es suficiente. Si está bien, respiro aliviado. Significa que la tregua sigue en pie. Salgo a pasear y pienso en mis problemas, en mis proyectos. Me olvido de todo lo demás. Me olvido del miedo.
Me gustan esos libros que escritores de prestigio publican tras la muerte de algún ser querido. He hablado ya de ellos aquí varias veces. Son libros estremecedores en su mayoría. Valientes. Reflexivos. Fundamentales. Ponen sobre el papel los miedos a los que deben enfrentarse tras el horror de la muerte. Los recuerdos. La aflicción. El dolor. La angustia. Las explicaciones. Las ganas de que pase de una vez por todas el periodo del duelo. Leo estos días uno de esos libros, "Niveles de vida" (Anagrama), de Julian Barnes. El libro está dividido en tres partes. En la última (la más interesante, a mi juicio), "La pérdida de profundidad", habla de la muerte de su esposa, de cómo el escritor se encuentra tras esa pérdida. Son palabras sencillas y estremecedoras las que emplea. No hacen falta más. No hace falta decirlo de otra manera. A modo de un poema en el que reflexionase sobre los años de convivencia, sobre la angustia de perder a la persona que te acompañó durante los treinta últimos años de tu vida, sobre el temor que produce quedarse solo. Todo ese vértigo.
Pese a la rotunda sencillez del lenguaje, el texto es muy poderoso. Recuerdos, palabras que intentan en vano consolar, la presencia de la persona querida en cada movimiento que se realiza... "Lloro su pérdida de un modo muy simple y absoluto. Tengo esa buena y también esa mala suerte. Antes las palabras venían a mi cabeza: la añoro en cada acción y en cada inacción". Estas palabras podrían resumir perfectamente todo el texto. La pérdida. No hay más. Esas palabras, como tantas otras de otros autores, que estarán ahí cuando las necesite. En otro nivel de vida. Espero que sea dentro de mucho, muchísimo tiempo.
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