Salvajes, sí. Y brutales, y despiadados. Como los propios tiempos que nos están tocando vivir. Así son las historias que conforman la película "Relatos salvajes", de Damián Szifrón. La gente está (estamos) harta de corrupción, miseria, desempleo... Harta de que siempre tengamos que pagar el pato los mismos. Y luego está el miedo y la preocupación por lo que pueda pasar después de todo lo que estamos viendo, ¿cuál será la gota que colme el vaso definitivamente? Y aquí, en la película, ese hartazgo desencadena, en ocasiones, una explosión de furia desatada. Un día de furia, como en aquella película de Michael Douglas. La furia es tan desatada que puede provocar la risa, pero no una risa cualquiera. Una risa nerviosa, cómplice, liberadora. Riendo salvajemente -una vez más- dentro de la más terrible aflicción, como apuntó Samuel Beckett. Como si, a través de estos personajes y de las cosas que les toca vivir, liberásemos la tensión de nuestras propias vidas, de nuestros propios problemas. De todo lo que está aconteciendo. Así, sin ir más lejos, sucede con el relato que protagoniza Ricardo Darín. La tensión va creciendo hasta que su pobre personaje no puede más y hace lo que no se debe hacer. Pero, secretamente, comprendemos los motivos por los que lo hace. Y no digo más para no desvelar nada de la trama. Hay que verla. En el cine.
Como el resto de las historias. Tengo dos favoritas: es normal en este tipo de películas que uno prefiera unas sobre las otras. La historia del cacique que llega a un bar pidiendo un plato de comida y la del niño bien que tiene un accidente. Hay tanta vida detrás de esas historias que apenas duran veinte minutos y están contadas de un modo tan vigoroso que se te hiela la sangre y se te encoge el corazón. Simplemente. La vida de la cocinera de la primera historia a la que me refiero daría para una película entera. Su pasado (entrevisto), su presente. Los ojos con los que mira, el rencor que alberga y, finalmente, la sensación de que nada de lo que pueda sucederle le importa en realidad lo más mínimo sobrecoge de una manera impactante. Y tampoco digo más. Bueno sí: que la actriz -Rita Cortese- borda su papel. Tardaré tiempo en olvidar esa mirada. Esa presencia.
La otra historia a la que me refiero, la del accidente del niño bien, aparte de helarte la sangre y encogerte el corazón, te deja una rabia difícil de digerir. Es tan injusto (y tan real, por otro lado) lo que sucede que dan ganas de llorar, directamente. No hay aquí espacio para la risa nerviosa, sino para el golpe seco, directo a la mandíbula. A las entrañas.
Todo el reparto está espléndido. Y la película, pese al mal cuerpo que siempre deja contemplar impotente lo injusta que es la vida, ese cruce de destinos endiablados, merece la pena. Mucho. Más aún en estos tiempos convulsos, feroces. No hay que perdérsela.
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