martes, 29 de octubre de 2013

Un pájaro en la ventana, frente al pozo minero

El mundo de los sábados, por aquella época, era siempre el mismo. Una especie de deliciosa rutina que parecía que nunca se iba a terminar. Que el tiempo, sí, se quedaría detenido allí, en aquella casa, la de los abuelos, para siempre. El viaje -corto- desde Oviedo hasta Mieres. La emoción de ver a los abuelos, de comer lo que la abuela llevaba preparando toda la mañana (todos los platos que más nos gustaban), la tarde en su compañía, los juegos que nos inventábamos, el calor de la cocina de carbón en invierno o las suaves corrientes de aire en el balcón durante los veranos mientras las mujeres cosían y hablaban sin parar. Y el viaje de regreso a la ciudad, al caer el día, ya rendidos, medio dormidos en el coche, acaso con una tableta de chocolate (de leche y almendras, el favorito de mi hermana) en las manos que el abuelo nos había guardado hasta última hora como un regalo inesperado, único. ´La última sorpresa de la jornada. El último regalo -junto a un billete de cien o quinientas pesetas- hasta el sábado siguiente. Hasta el sábado en que la muerte, la de los abuelos, acabó con todo aquello.
La abuela, cuando llegábamos, estaba terminando de cocinar y escuchando a Manolo Escobar, su cantante favorito, que ahora que se ha muerto uno descubre que era el cantante favorito de casi todas las abuelas de la generación de los que andamos sobre los cuarenta años (año arriba, año abajo). La abuela apagaba la televisión o la radio y la cocina se llenaba de besos y de risas y de palabras atropelladas que todos queríamos pronunciar a la vez. Como en esas películas que siempre ponen por Navidad y en las que, al verlas, uno piensa que alguna vez formó parte de ellas. Una verdadera fiesta. Más que eso. La de los sábados de entonces, aún tan presentes en la memoria. En un rincón privilegiado de los recuerdos más reconfortantes. Porque, como dice Paul Auster en "Informe del interior", esa pequeña joya que Anagrama sacará a la venta en unos días (una especie de continuación de "Diario de invierno"), la única prueba que posees de que tus recuerdos no son enteramente engañosos es el hecho de que a veces incurres en la misma forma de pensar. Creo que no se puede expresar mejor.
En aquellas tardes, las de mi infancia, aunque el tiempo pasaba veloz, como siempre pasa cuando estamos disfrutando de él, hacíamos muchas cosas. Para jugar, para merendar, para disfrutar viendo a la abuela entre fogones (en mi caso), para ver la televisión, para cantar con la abuela, para olvidar que el lunes había que volver al colegio... Y para asomarse a la ventana, la que estaba enfrente de aquel pozo minero donde luego se construiría un campus universitario, y ver a los mineros subiendo y bajando en aquella jaula que se distinguía desde la ventana de la casa de los abuelos. Hombres cansados y sudorosos, alegres y cantarines, alegres o cabizbajos, con el rostro manchado de carbón y los monos gastados de tanto lavado, de tanto cepillo y jabón. La camaradería única que une a los trabajadores de los oficios más duros, más peligrosos. A los hombres que se tienen que enfrentar a ellos, a esos trabajos. Los mineros. Aquellos mineros, que estos días -una vez más- han vuelto a mi memoria. Quisiera, en esta ocasión, haber evitado el recuerdo. Que estos hombres, compañeros de aquellos que la abuela y yo veíamos desde la ventana de aquella casa de ladrillos rojos, no hubiesen sido noticia. El destino, como siempre, va a su aire, y ahí está la noticia, los hombres muertos, la crueldad, que siempre parece escrita a golpe de bofetada y mala hostia. La crueldad del destino: eso que aprendemos demasiado pronto, desgraciadamente. Aunque nos parezca lo contrario.
Las tardes del otoño, de los primeros días del otoño, eran mis favoritas. Aún no hacía frío y los pájaros se posaban en el alféizar de aquella ventana, donde nos asomábamos con la abuela. Ella, la abuela, algunos días, nos dejaba ponerles unas migas de pan a aquellos pájaros. Y los pájaros, evidentemente, venían y se posaban y se iban rápidamente, con ese miedo característico de los pájaros a ser atrapados o heridos. Ese miedo que también tienen algunos gatos.
Los pájaros estaban allí, en la ventana, fugazmente, y la abuela, también, y nosotros, ajenos aún a casi todo, a lo que vendría después, a lo que pasaba también de cuando en cuando en aquel pozo (lo que ha pasado este día), que era el mismo pozo por el que había pasado mi abuelo durante un breve tiempo, cuando llegó de su Galicia natal. Estábamos allí, aún puedo verlo, incurriendo, como dice Auster, en la misma manera de pensar.
 

1 comentario:

  1. Genial, como siempre y muyyyyy bien traído. Qué decirte de mis abuelos que tú no hayas vivido de forma semejante. Gracias Ovidio por poner palabras a la misma manera de pensar.

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