martes, 29 de octubre de 2013

Un pájaro en la ventana, frente al pozo minero

El mundo de los sábados, por aquella época, era siempre el mismo. Una especie de deliciosa rutina que parecía que nunca se iba a terminar. Que el tiempo, sí, se quedaría detenido allí, en aquella casa, la de los abuelos, para siempre. El viaje -corto- desde Oviedo hasta Mieres. La emoción de ver a los abuelos, de comer lo que la abuela llevaba preparando toda la mañana (todos los platos que más nos gustaban), la tarde en su compañía, los juegos que nos inventábamos, el calor de la cocina de carbón en invierno o las suaves corrientes de aire en el balcón durante los veranos mientras las mujeres cosían y hablaban sin parar. Y el viaje de regreso a la ciudad, al caer el día, ya rendidos, medio dormidos en el coche, acaso con una tableta de chocolate (de leche y almendras, el favorito de mi hermana) en las manos que el abuelo nos había guardado hasta última hora como un regalo inesperado, único. ´La última sorpresa de la jornada. El último regalo -junto a un billete de cien o quinientas pesetas- hasta el sábado siguiente. Hasta el sábado en que la muerte, la de los abuelos, acabó con todo aquello.
La abuela, cuando llegábamos, estaba terminando de cocinar y escuchando a Manolo Escobar, su cantante favorito, que ahora que se ha muerto uno descubre que era el cantante favorito de casi todas las abuelas de la generación de los que andamos sobre los cuarenta años (año arriba, año abajo). La abuela apagaba la televisión o la radio y la cocina se llenaba de besos y de risas y de palabras atropelladas que todos queríamos pronunciar a la vez. Como en esas películas que siempre ponen por Navidad y en las que, al verlas, uno piensa que alguna vez formó parte de ellas. Una verdadera fiesta. Más que eso. La de los sábados de entonces, aún tan presentes en la memoria. En un rincón privilegiado de los recuerdos más reconfortantes. Porque, como dice Paul Auster en "Informe del interior", esa pequeña joya que Anagrama sacará a la venta en unos días (una especie de continuación de "Diario de invierno"), la única prueba que posees de que tus recuerdos no son enteramente engañosos es el hecho de que a veces incurres en la misma forma de pensar. Creo que no se puede expresar mejor.
En aquellas tardes, las de mi infancia, aunque el tiempo pasaba veloz, como siempre pasa cuando estamos disfrutando de él, hacíamos muchas cosas. Para jugar, para merendar, para disfrutar viendo a la abuela entre fogones (en mi caso), para ver la televisión, para cantar con la abuela, para olvidar que el lunes había que volver al colegio... Y para asomarse a la ventana, la que estaba enfrente de aquel pozo minero donde luego se construiría un campus universitario, y ver a los mineros subiendo y bajando en aquella jaula que se distinguía desde la ventana de la casa de los abuelos. Hombres cansados y sudorosos, alegres y cantarines, alegres o cabizbajos, con el rostro manchado de carbón y los monos gastados de tanto lavado, de tanto cepillo y jabón. La camaradería única que une a los trabajadores de los oficios más duros, más peligrosos. A los hombres que se tienen que enfrentar a ellos, a esos trabajos. Los mineros. Aquellos mineros, que estos días -una vez más- han vuelto a mi memoria. Quisiera, en esta ocasión, haber evitado el recuerdo. Que estos hombres, compañeros de aquellos que la abuela y yo veíamos desde la ventana de aquella casa de ladrillos rojos, no hubiesen sido noticia. El destino, como siempre, va a su aire, y ahí está la noticia, los hombres muertos, la crueldad, que siempre parece escrita a golpe de bofetada y mala hostia. La crueldad del destino: eso que aprendemos demasiado pronto, desgraciadamente. Aunque nos parezca lo contrario.
Las tardes del otoño, de los primeros días del otoño, eran mis favoritas. Aún no hacía frío y los pájaros se posaban en el alféizar de aquella ventana, donde nos asomábamos con la abuela. Ella, la abuela, algunos días, nos dejaba ponerles unas migas de pan a aquellos pájaros. Y los pájaros, evidentemente, venían y se posaban y se iban rápidamente, con ese miedo característico de los pájaros a ser atrapados o heridos. Ese miedo que también tienen algunos gatos.
Los pájaros estaban allí, en la ventana, fugazmente, y la abuela, también, y nosotros, ajenos aún a casi todo, a lo que vendría después, a lo que pasaba también de cuando en cuando en aquel pozo (lo que ha pasado este día), que era el mismo pozo por el que había pasado mi abuelo durante un breve tiempo, cuando llegó de su Galicia natal. Estábamos allí, aún puedo verlo, incurriendo, como dice Auster, en la misma manera de pensar.
 

lunes, 28 de octubre de 2013

Las malas luces

La vida da tantas vueltas y pasa por tantas etapas que sólo el hecho de pararte a pensarlo produce un vértigo importante. Sobre todo, si te paras a pensarlo un domingo, uno cualquiera. Hoy mismo, agotándose octubre, cuando el cambio de hora ya hace más que evidente el cambio de estación, pese a los calores y el bochorno y la amenaza constante de lluvia y de viento. Aún no son las ocho de la tarde y la oscuridad se mueve a sus anchas al otro lado de la ventana, dominándolo todo. Como el misterio sigue dominando la noche o la mirada que nos observa. Pocas luces están encendidas en el edificio de enfrente. La gente aprovecha los domingos para pasear por el campo o para pasarse el día en la cama o en el sofá, leyendo, escuchando música, o lo que surja, que siempre surge algo, estés o no acompañado (mejor si lo estás, claro).
No son las ocho de la tarde y la muerte de Lou Reed me sorprende leyendo la última novela de Carlos Castán, "La mala luz", a este lado de la ventana. Creo que tanto a uno como a otro les gustaría la coincidencia. Creo que a Carlos le gustará la coincidencia. Los estados del alma que atraviesan al personaje principal de su novela no combinan mal con algunos de los temas del genial Lou. Estoy hablando, por si aún no quedaba claro, de poesía. En ambos casos. En cualquiera de sus formas. Lou era un genio, simplemente, pasease por el lado de la vida que pasease, que por todos debió de hacerlo. Lou, otro genio que se ha ido, un domingo triste, tal vez como todos los domingos, un día imperfecto, recordándonos un Nueva York, el de los setenta, que -desgraciadamente- no vivimos. Y Castán es un escritor formidable cuyos pasos sigo desde aquel "Museo de la soledad" (un clásico reciente). Ah, la soledad. Y el vacío que dejan algunos amores, el desgarro, la melancolía: todo ese lado salvaje. Casi tan salvaje como aquel por el que se paseaba Lou. La nada, que parece presentarse en todo su esplendor cuando el ser amado desaparece de nuestras vidas, ¿quién no ha conocido ese sentimiento? La novela de Castán, entre otras cosas, va de todo eso. Las heridas, el vómito, las ganas de tirar la toalla, de visitar cementerios, de encerrarse en habitaciones de hotel que nos hagan olvidar lo que nos rodea, de abandonarse... Sea como sea. Sin embargo, una luz -acaso no tan mala como la del título- continúa presente en el camino, por pequeña que sea, por trémula que se sostenga. Esa luz -acaso no tan mala como la del título- que nos hace avanzar como el hombre que maneja las marionetas hace lo propio con los hilos que sabiamente domina desde lo alto. Arriba y abajo. Sin descanso. Con cansancio, quizá. Nadie dijo que los años fuesen a hacerlo más fácil. El amor puede ser maravilloso (y de hecho, lo es: ¿quién se atreve a decir lo contrario?), pero también sabe rodearnos el cuello con sus cuerdas más afiladas cuando le viene en gana. Y dejar en la piel un montón de huellas imborrables. Heridas que el tiempo se encargará de cicatrizar pero cuya sombra nos perseguirá mientras estemos vivos. Mientras estemos vivos, sí. Y riamos, y lloremos. O hagamos las dos cosas al mismo tiempo, reír y llorar, que también puede ser.
Lou Reed ha muerto y, haciendo honor al tópico, podremos decir que nos quedará su música. Y las noches -tantas, tantas- en las que la aguja se ponía una y otra vez sobre aquellos viejos discos hasta que se rayaban y el amanecer nos sorprendía con la garganta reseca por el alcohol y el tabaco, y los ojos rojos (de dolor o de gozo, qué más da: entre las sábanas, a veces, no se alcanzan a diferenciar ambas cosas).
Nos quedará la música de los poetas que amamos y que se están yendo como si alguien los estuviese echando a cajas destempladas de este lugar que a veces recuerda al paraíso y otras, al dichoso infierno. Nos quedará la música, sí. Y la literatura de esos autores a los que seguimos. Autores como Carlos Castán que, en esta magnífica novela suya, la primera, donde la soledad, el desasosiego, las ilusiones, la melancolía y el amor (pese a todo) hacen que comprendamos que la vida, la que merece la pena, reside ahí, en esos conceptos, en el riesgo, un día perfecto o imperfecto, como el de hoy, cuando Lou Reed dejó esta tierra para siempre pero su leyenda permanecerá mientras estemos vivos y tengamos memoria, y podamos decir (o escuchar), como hizo el propio Lou, I love you.    

viernes, 25 de octubre de 2013

Antonio Muñoz Molina


En la antigua cafetería  del hotel de La Reconquista, en una de las mesas del fondo (mesas viejas y sillones desgastados que aún conservaban algunas de las huellas de un pasado glorioso), mi amiga María y yo hablábamos de libros, de cine, de teatro, dos o tres veces por semana. Eran tardes largas que, sin embargo, pasaban en un abrir y cerrar de ojos. Tomábamos mucho café y fumábamos un montón de cigarrillos (ella bastantes más que yo, todo hay que decirlo). Era otra época. Una época sobre la que ya han pasado veinte años o alguno más. Hay un momento en la vida en que, de repente, de todo parece que han pasado ya veinte años. Teníamos ilusiones, proyectos, ganas de hacer muchas cosas y de descubrir otras tantas. Aún poseíamos esa ingenuidad maravillosa de quien no ha cumplido aún los veinte años. De quien, ya desde hacía tiempo, se sabía diferente. Los libros eran esenciales en aquellas tardes. A aquella mesa, siempre la misma, llegaron -junto a muchos otros: de Sam Shepard a Kavafis, de Terenci Moix a Adelaida García Morales, de Juan Marsé a Ángel González, de Clarice Lispector a Paul Bowles- los primeros libros de Antonio Muñoz Molina que leímos. "El invierno en Lisboa", el primero de todos ellos. Ni que decir tiene la fascinación que sentimos por él, por aquel libro, desde el primer momento. Luego, vendrían todos los demás. Nos fascinaba aquella manera de contar historias, siempre con un aliento clásico. Y aquella música de jazz que casi se podía escuchar mientras leías el libro. Se escuchaba, en medio de aquel barullo de tazas y meriendas que tan ajeno nos resultaba. Nosotros la escuchábamos, en aquella mesa, alejados del resto de un mundo que apenas nos interesaba. Soñábamos con salir de esta provincia, con llevar a cabo nuestros planes, aquellos que se fraguaban en aquellas largas tardes que se esfumaban en un abrir y cerrar de ojos: hasta que mi amiga, que no vivía en la ciudad, debía coger el último autobús que la llevase al pueblo donde vivía con sus padres y hermanos. Los veinte años, o alguno menos, ya digo.
Fueron llegando más libros de Antonio. "El jinete polaco", que creo que es uno de los mejores libros que se han publicado en este país en los últimos veinticinco años, y todos los demás. Las historias más cortas, los artículos, las novelas breves, los ensayos... Todo caía en nuestras manos y cualquiera de aquellas tardes era válida para reflexionar sobre lo leído, para defender un libro sobre otro, para seguir admirando de modo incondicional a aquel autor que nos había deslumbrado con aquella historia que evocaba al jazz y al cine negro y a los amores arrebatados, que eran, por entonces, nuestros amores preferidos. Qué ingenuos. No sé cuánto duró aquel tiempo, el de nuestra amistad, pero un día, ay, la historia terminó como si de la historia de un amor se tratase y cada uno siguió su camino con la misma facilidad con la que había comenzado. No hay nada que una más que dos personas que, en un momento de sus vidas, por los motivos que sean, se sienten diferentes al resto. Y aquel era nuestro momento.
Seguí mi camino y lo hice con cada nuevo libro que iba apareciendo de Muñoz Molina, con aquellos artículos que publicaba semanalmente en aquel periódico -El País- que compraba cada mañana y en el que tantas cosas, de la mano de tan excepcionales maestros, aprendí. Otros tiempos, en todos los sentidos. También para el periódico.
Muñoz Molina se convirtió en uno de mis autores de cabecera, uno de esos autores a cuyos libros siempre vuelves. Creo que "El miedo de los niños", publicado en la recopilación de sus relatos breves hace un par de años, es una obra maestra absoluta. Y "El atrevimiento de mirar", también reciente, es una de esas joyas que todo buen lector debería de tener en sus estanterías. Arte y literatura, tan presentes siempre en la obra del Premio Príncipe de Las Letras de este año. Por citar sólo dos ejemplos en este apresurado repaso por su obra.
Ayer, en la librería Cervantes, hablando con Miguel Barrero (cuya última novela, "La existencia de Dios", aprovecho ahora para recomendar a los que aún no la hayan leído), mientras esperábamos la cola para que Antonio nos dedicase nuestros libros, recordé aquella historia, la de mi amiga y la mía, en aquellas tardes lejanas que, de pronto, regresaron a mi memoria con la fuerza que siempre conserva lo valioso que procede del pasado. Aunque sea de un pasado ya tan lejano. Más de veinte años, que, aunque el tango diga que no son nada, sí lo son. Y muchos.  
Como ayer te dije, Antonio: enhorabuena y gracias. Por aquellas tardes, por las que aún están por venir.

jueves, 24 de octubre de 2013

Bibliotecas

Un viento muy cálido recorre las calles a primera hora de la mañana. El otoño sigue enredado en el verano. O quizá sea al revés: con los desajustes del tiempo, como con los de la política, uno ya no entiende casi nada. Aún no ha amanecido. Todo está oscuro y todo indica que acabará lloviendo. Estoy a las puertas -aún cerradas- de la biblioteca del Fontán. A mi alrededor, hombres mayores charlan entre sí, esperando a que se abran esas puertas para leer los periódicos. Algunos jóvenes, con sus pesadas mochilas al hombro y ensimismados con la música que sale de sus auriculares, aguardan también para entrar en la sala de estudio. Una mujer rubia, muy enjoyada (joyas baratas combinadas con alguna pieza destacable: los restos de un pasado glorioso, esa imagen tantas veces vista en los últimos tiempos), apura un cigarrillo cuyo olor llega hasta a mí, despertándome las ganas de encender uno, el primero del día, pese a que no suelo hacerlo hasta después de comer. El paisaje es un tanto extraño, aunque a mí no me lo resulta del todo porque ya he estado ahí, esperando a que se abran esas puertas, unas cuantas veces. Cientos de veces, sería más acertado decir. De repente, ocurre. Veo en la página web que el libro que quiero está disponible y me dirijo a la biblioteca, a esas horas tempranas, antes del paseo, incluso antes del café, para que nadie me lo arrebate. Creo que la Biblioteca del Fontán es uno de los edificios que más veces he pisado a lo largo de mi vida, a una hora u otra, en una época u otra. Buscando un libro concreto o necesario para algún trabajo o escrito, o dejándome llevar por el azar, pensando en qué puede aparecer en cada nueva visita, que está bien que el destino nos sorprenda de vez en cuando, a ver qué ocurre esta tarde o esta mañana, ahora -además- que no ocurren demasiadas cosas (buenas). No es poca sorpresa, aunque pudiese parecerlo, cuando descubro un libro que llevaba algún tiempo buscando y, de repente, mágicamente, está ahí, en una estantería, bien visible o un poco oculto, como si sólo me estuviese esperando a mí. Podría poner cientos de ejemplos. Y aún así me quedaría corto. La emoción de encontrar lo que andabas buscando. La emoción de hallarlo de un modo inesperado. La emoción, simplemente. Siempre tan poderosa. Hoy no es el caso: voy a tiro fijo. Y sé que, a esas horas, nadie me quitará el libro que tengo entre ceja y ceja. Madrugar, a veces, tiene sus ventajas.
El 24 de octubre se celebra el Día de las Bibliotecas, lo que sin duda está muy bien, pero, como ocurre con todos esos días en los que se celebra algo especial -el Día del Padre, de la Madre, de San Valentín, etcétera-, no se debe centrar sólo en ese día. Es un día que sirve para recordar que están ahí (como los padres, las madres o los enamorados), las bibliotecas, sobreviviendo a estos tiempos duros (también con sus clubes de lectura y sus encuentros literarios: pronto estaré en la biblioteca de Ventanielles hablando de mis libros, donde han tenido la amabilidad de invitarme), pero que el resto del año también están, en el mismo sitio, esperando visita, aguardándonos. Sé que es un tópico decir esto, pero hay veces que uno tiene que escuchar cada conversación... Que pienso que no está mal repetirlo. Este pasado verano, a la entrada de esa misma biblioteca, escuché a una madre decirle a su hijo que qué pesado se ponía con las dichosas visitas a la biblioteca, que a ver si se pensaba que tenía ella toda la mañana para estar allí buscando libros. El mundo, de cuando en cuando, da la vuelta, ya lo sabemos. El mundo al revés, qué pereza. Quizá la mujer en cuestión no tenía tiempo o tenía que ir a trabajar a toda prisa o qué sé yo, pero no me parecieron maneras de indicárselo a un niño de nueve o diez años que deseaba entrar en ese sitio donde a muchos otros les cuesta una barbaridad entrar, por no mencionar el hecho mismo de leer, como tantas veces me contaron otras madres en la librería en la que trabajaba antes de que la crisis terminase con ella. En fin.    
No creo que haya mejor manera de celebrar el Día de las Bibliotecas que entrando en ellas y sacando un libro. A partir de las ocho y media, nos encontremos en la estación del año que nos encontremos, con el tiempo desestabilizado o en su sitio, sus puertas ya estarán abiertas.

martes, 22 de octubre de 2013

Cuatro años escribiendo aquí

Hoy no tenía pensado escribir nada en el blog, pero me he dado cuenta de que hoy, precisamente hoy, veintidós de octubre, se cumplen cuatro años desde que empecé a escribir aquí. Cuatro años en los que he ido llenando este espacio en blanco de todo aquello que me interesa: el cine, el teatro, la literatura, la música, la pintura, la fotografía, el arte, la vida... La propia y la de los que me rodean, y la vida de esas personas ajenas que pasan por nuestro lado, a su aire, distraídamente, mientras paseamos o tomamos una copa de vino tinto en un café y fumamos unos cuantos cigarrillos (que no hay manera de dejarlo), en invierno o en verano. La vida real y la vida imaginada. El cuento de nunca acabar, que diría Martín Gaite en aquel magnífico ensayo. Que ya no sabe uno dónde empieza una y acaba la otra. Hay una canción -preciosa y melancólica- de la gran Marina Rossell titulada "Ha llovido" (escrita por Pedro Guerra) que viene como anillo al dedo para este día. Ha llovido, sí, ¡cuánto ha llovido desde entonces! Cuatro años. ¡Cuántos hilos han ido uniendo estas palabras que suelo escribir a primera hora de la mañana! ¡Cuántas amistades nuevas, cuántos nuevos lectores! (Mi gratitud hacia todos los que siguen este blog, hacia todos los que compran mis libros o van a las bibliotecas públicas en su busca). Cuatro años en los que he publicado otros tantos libros, en los que me he casado, en los que alguna gente se ha quedado en el camino (aligerando el equipaje, que vale más estar solo que mal acompañado y hay traiciones tan tremendas que resulta hasta ridículo explicarlas) y en los que la crisis se ha ido afianzando en nuestras vidas como en la de tantísimas otras personas de todo el mundo. Parecen pocos, pero cuatro años son suficientes años para que pasen muchas cosas. Muchas historias, muchos anhelos, muchos miedos, muchos desvelos, muchos proyectos. Muchas tardes en los cafés, en los cines, en las librerías, en las bibliotecas, en los teatros, en las calles (que callejear sigue siendo uno de nuestros placeres favoritos, incluso bajo el frío o la lluvia). En ciudades de este país y de otros países. Muchas noches en hoteles de esas ciudades a las que esperamos volver pronto como ese viajero que las visita por vez primera. Mucha complicidad. Muchas madrugadas al lado de la ventana, escribiendo. Viendo películas antiguas que tienen mucha más vigencia que muchas de las actuales; leyendo; pensando; planificando; montando y desmontando ideas; peleándose con los vaivenes del destino, con sus caprichos. Observando el movimiento de las sombras que se mueven al otro lado y de las sombras que no lo hacen, que no se mueven. De todo ha habido. Y aquí seguimos. Y aquí sigo. Risas y satisfacciones. Y también algunos momentos donde el reverso de esos conceptos mostró toda su intensidad. El lado menos amable. El más cruel. Ah, la vida. Nadie dijo que las cosas fueran fáciles. Sin embargo, la lucha continúa. Las luchas en las que uno cree siempre deben continuar: hasta el final. No queda otra. Y casi mejor vamos a seguir haciéndolo con una carcajada. La de Charo López, sí, en aquella obra de teatro. La de Samuel Beckett, que tantas veces he recordado aquí mismo: "Riendo salvajemente en medio de la más tremenda aflicción". Eso dice Charo. Eso dice Beckett. Riendo y escribiendo. Leyendo y escribiendo. Viviendo y escribiendo. Haciendo los tramos oscuros más llevaderos. Contando la vida. Intentando explicárnosla a nosotros mismos, qué lío. Aunque, a veces, todo eso suene demasiado complicado. Y volvamos a empezar, atrapando la palabra más sencilla, despojada de todo aderezo, como nos gusta. Llenando espacios. Llenándolos de palabras. Aquí, en este blog, donde llevo cuatro años escribiendo. Y en otros espacios en blanco, donde llevo escribiendo desde que era un niño. Cuentos, novelas, reseñas, artículos, relatos... Y algún poema que no pienso enseñar a nadie. Escribir siempre y en todo lugar, como dijo Marguerite Duras. Escribir. Cuatro años escribiendo aquí. Y parece que fue ayer. Cuatro años escribiendo aquí y aún te siento, silencioso, mirando de reojo las palabras que van surgiendo antes de que nadie alcance a leerlas.

lunes, 21 de octubre de 2013

El paso del tiempo

A veces, de la manera más inesperada, el paso del tiempo se presenta ante nosotros de una forma rotunda, casi feroz. Como una bocanada de aire caliente y espeso que nos dejase medio aturdidos y desconcertados. No hace falta observar nuestro propio rostro en el espejo cada mañana, descubrir nuevas arrugas y dolencias o asistir al progresivo envejecimiento de nuestros padres. Con encontrarnos por la calle con alguien que hacía mucho tiempo que no veíamos es más que suficiente. Este sábado, sin ir más lejos. Íbamos caminando por la calle -contentos tras hacernos con un libro de Antonio Muñoz Molina que no teníamos, "Travesías", una recopilación de artículos que el escritor publicó en el periódico hace algunos años- y nos lo encontramos. Iba con sus padres, a los que también hacía mucho que no veíamos (ya que toda la familia estuvo viviendo algunos años fuera del país). Pablo -ahí estaba, tan cambiado, en una céntrica calle de esta ciudad-, el niño que cuidé durante varios meses cuando era apenas un recién nacido. Han pasado dieciséis años desde entonces. Se dice pronto. El paso del tiempo como una especie de vértigo, de escalofrío que recorriese nuestra espalda hasta alcanzar el cerebro. Como esa bocanada de aire caliente y espeso de la que antes hablaba. Dieciséis años. Pablo está muy delgado y es mucho más alto que yo (lo cual no es muy difícil, por otro lado) y en sus rasgos apenas se reconocen los rasgos de aquel niño gordito con el que iba de paseo por el parque o por los alrededores de su casa y al que le contaba historias mientras le daba la merienda. Ya no recuerdo qué historias le contaba: sólo recuerdo su sonrisa y su manera de comer aquella papilla de frutas y galletas maría (también, de pronto, recordé aquel olor, el de las frutas y las galletas maría), según avanzaba el relato. La sonrisa seguía siendo la misma. Sí, no había lugar a la duda. Era la misma.
Cuando llegamos a casa, me senté, abrí el libro de Muñoz Molina al azar y leí uno de los textos. En él, Antonio evocaba la figura de Raymond Carver tras ver la película de Robert Altman basada en algunos de sus cuentos, "Vidas cruzadas". También la de Edward Hopper. El texto fue escrito en 1994, hace casi veinte años. Otra vez ese vértigo, el del paso del tiempo. Recordé perfectamente la tarde en la que vi aquella película. Casi veinte años atrás y parecía que hubiese sido el mes pasado o el anterior.  
Qué monótonos se hacen algunos días y, sin embargo, qué cantidad de cosas suceden en un puñado de años. Creo que sólo somos verdaderamente conscientes cuando nos ocurren historias así. Reencuentros. Lecturas que nos llevan a otras épocas, que nos evocan aquellos paisajes por los que caminamos. Películas que vimos en una solitaria tarde de cine. El cine de los viernes -siempre los viernes-, los días de los estrenos. En aquellos cines que ya no existen.
La vida y sus etapas. Esas que, de repente, una tarde cualquiera, se presentan en tu vida y te recuerdan lo implacable que es el paso del tiempo y lo efímero y frágil que es todo. Incluidos nosotros mismos.

sábado, 19 de octubre de 2013

Un plato de lentejas

La verdad es que ya empieza uno a estar bastante cansado de todo lo que ocurre alrededor. Empresas y locales cerrados, políticos ineptos o corruptos (o ambas cosas), recortes a destajo, censuras sin disimulo, ausencia de proyectos, de dinero, de vergüenza (esto va, especialmente, por los bancos) y de futuro. El cansancio es generalizado. Hay días en que a uno le cuesta hasta leer los periódicos o encender la radio, por mucho que me gusten ambas cosas. Hay días en que a uno le cuesta hasta levantarse de la cama. No parece haber un final para este largo e interminable túnel. Y sin embargo, los días pasan veloces y no hay vuelta atrás. Si nos dejamos llevar, cada uno de esos días enmarañados por el agobio y la incertidumbre es un día perdido que nadie nos va a devolver. Eso está claro. Así que lo mejor, qué demonios, es darle la vuelta a las cosas, por mucho que cueste, en la medida de lo posible, que no siempre es tanto como uno desearía o le convendría para su salud. Ayer, por varias razones, fue uno de esos días en los que todo se ve de un gris tirando a negro, que es un color que tengo muy asociado a las mañanas de mi infancia cuando el autobús me llevaba a aquella especie de cárcel que era mi colegio. De curas (tan dañinos como Monseñor Camino, que sigue y sigue atacando al matrimonio entre personas del mismo sexo, faltando sin pudor al respeto de tantos hombres y mujeres que hemos luchado para conseguir el nuestro: qué pesadez), como sabéis. Qué absurdos son esos días. Inevitable resulta que aparezcan, de cuando en cuando, por otro lado. Es lo que hay. No es nada nuevo. Saberlo es una ventaja, bien mirado. La edad te enseña a sortear mejor los nubarrones, ya desde el mismo momento en que los ves acercarse, a toda velocidad, con toda su prepotencia y sus ganas de incordiar a cuestas.
¿Qué hacer para anular los malos pensamientos, los agobios, las incertidumbres? Cocinar, por ejemplo. Pensar en uno de esos platos que te apetece cocinar cuando empieza a cambiar el tiempo y el frío se va instalando en la casa. Uno de esos platos que aprendiste a cocinar hace muchos años, en la cocina de tu madre, cuando ese frío ya estaba definitivamente instalado en el otoño. Unas lentejas. Un plato de lentejas sirve para combatir la desolación de estos tiempos furibundos e inhóspitos, para ahuyentar los agobios propios y las situaciones para las que, según el día, parece no haber salida. Un simple plato de lentejas, sí. Qué evocador puede resultar su delicioso  olor mientras se van cocinando a fuego lento y la mañana se va abriendo poco a poco al otro lado de la ventana, dejando atrás las amenazas de lluvia y viento y frío definitivo. ¡Cuántos recuerdos! El primero que me asalta es el rostro de mi hermana -tan hermoso-, negándose en rotundo a comerlas. ¿Otras vez lentejas?, exclamaba. Pero si hace muchos días que no las cocino, se disculpaba mi madre. Y luego el sabor, protegiéndonos del frío del exterior. Qué lejano y qué cercano a la vez ese recuerdo que viene a mi cabeza mientras el olor de las lentejas que están en el fuego se extiende ahora por toda la casa. Nada más sencillo ni más complicado al mismos tiempo.
Entretengo la espera de su cocción con la relectura de un cuento de Alice Munro. Muchas veces, leyéndola, me he imaginado a Munro escribiendo en la cocina de su casa, mientras los hijos -aún pequeños- correteaban inquietos por allí y el guiso terminaba de dorarse en la tartera o en el horno. Ella misma lo contó alguna vez. Había que buscar un hueco para la escritura en cualquier parte, a cualquier hora, en cualquier circunstancia. El otro día, en el periódico, venía una hermosa fotografía suya. Estaba en la cocina de su casa, sentada a la mesa, con la mirada un poco perdida, quizá observando una mota de polvo, el vuelo de una mosca  o una fruta que se estaba quedando demasiado madura en el frutero que presidía la mesa. Imaginando mundos ficticios o reales. Pensé, nada más verla, que aquella fotografía reflejaba a la perfección su escritura. Su modo de entenderla. El pequeño detalle, lo minucioso y lo apacible de la existencia hasta que llega el escalofrío, el zarpazo, el golpe que nos deja mudos, tiritando. Así es la prosa, aparentemente sencilla, de Munro. Y allí, en aquella fotografía del periódico, estaba perfectamente reflejada. Esa prosa que releo en un volumen muy manoseado mientras las lentejas terminan de cocerse. Y que, al igual que el hecho de cocinar, me evade por completo de esos pensamientos que hacen su aparición, de cuando en cuando, con intención de instalarse definitivamente.  

jueves, 17 de octubre de 2013

Al otro lado de la puerta

La mujer se mueve de un lado a otro, indecisa. Habla por el móvil, gesticula, sacude el paraguas plegable -rojo y plegable- que lleva en la otra mano, intenta que el bolso no vuelva a resbalar de su hombro. No es una mujer mayor, tal vez esté entre los cuarenta y los cincuenta. No lleva un bonito peinado. Y sus ropas, varias tallas por debajo de lo necesario a causa de los estragos del tiempo y los excesos y no de esa ridícula moda que se ha impuesto en los últimos años de utilizar ropa mucho más pequeña de lo necesario, tampoco lo son. Ella conserva las huellas de un pasado ciertamente más glorioso. Observo sus movimientos desde el otro lado del cristal. El cristal de esa puerta que se abre y se cierra constantemente, pese a ser aún muy temprano. La puerta de un centro hospitalario. Algunas personas, al pasar junto a ella, la miran con cierta cara de enfado. A veces su paso interrumpe el paso de los demás, de los que entran en el edificio y tratan de introducir el paraguas en una de esas bolsas especiales para ellos, para que las gotas de lluvia no inunden el suelo de los edificios públicos. Algunas de esas personas que entran en el centro hospitalario olvidan introducir el paraguas en la bolsa y van dejando un rastro de gruesas gotas de agua según se van acercando al punto de información, al ascensor o a las escaleras. Son, sobre todo, personas mayores que entran solas, con paso decidido o apoyadas en un bastón. Quizá un poco despistadas o desmemoriadas. Quizá demasiado nerviosas. Nunca es agradable visitar estos lugares, por mucha experiencia que tengas. El hombre que está a la puerta, en el punto de información, no dice nada. Las mira con cara de pocos amigos, pero no dice nada, vuelve a hundir sus ojos en la pantalla del ordenador, tal vez en el montón de folios y carpetas que tiene delante o en un periódico del día anterior que alguien se ha dejado olvidado.
La mujer sigue ahí, al otro lado de los cristales, cada vez más enfadada, casi enfurecida. Eso parece. De repente, saca de ese bolso que le resbala del hombro, y que es un bolso muy ajado que lleva el logotipo de una conocida marca aunque se note desde la distancia que se trata de uno de esos ejemplares de imitación que se venden por las calles, un cigarrillo electrónico. Se lo pone en la mano, entre los dedos, lo aspira con deleite, y sigue hablando por el móvil. Sus palabras se pierden, no llegan hasta mí, se quedan atrapadas en el cristal, en su grosor, pero son palabras de enfado. De eso no me cabe la menor duda. ¿A quién irán dirigidas? Algunas de las personas que pasan por su lado la miran con cara de reproche. Posiblemente, al primer golpe de vista, no se han dado cuenta de que se trata de un cigarrillo electrónico. La mujer hace caso omiso a todas las miradas. La suya parece querer decir algo así como qué coño estáis mirando. Y la otra gente, pasa por su lado, atraviesa la puerta, la deja atrás. No hay tiempo para llamar la atención a nadie. Ni ganas. Aún es muy temprano. Aún no ha amanecido del todo. Es uno de esos días en los que parece que no amanecerá en toda la mañana. Mucha de esa gente parece medio dormida, como si ni siquiera se hubiese lavado la cara ni los ojos. El pelo, en algunos casos, tiene la forma de la almohada, de las horas de sueño, completamente aplastado por la parte de atrás. Toda esa gente sólo parece concentrada en los papeles que llevan en la mano, en la tarjeta sanitaria, en el nombre del médico que les corresponde, en el reloj de su muñeca, en la hora de su cita. De repente, una voz femenina y rotunda dice en voz alta el nombre de la persona que está a mi lado, y nos levantamos de inmediato: es nuestro turno. Y antes de dirigirnos a la consulta que nos indica la misma voz que dijo el nombre de mi acompañante, busco a la mujer de la puerta, la que se movía de un lado a otro, indecisa, con su cigarrillo electrónico entre los dedos, su feo peinado, sus ropas minúsculas y su bolso ajado de imitación, pero ya no está. La puerta se sigue abriendo y cerrando constantemente, el cielo continúa ennegrecido y sigue lloviendo como hacía tiempo que no llovía de esta manera, pero ella, la mujer, ha desaparecido, dejando una historia, la suya, al otro lado. En una especie de incógnita. Una más.       

lunes, 14 de octubre de 2013

El día de mi cumpleaños

El día de mi cumpleaños llegaba con el frío, con los primeros fríos. Aún continúa haciéndolo, como hemos visto estos días en los que ya han descendido considerablemente las temperaturas y ya no se puede dormir con la ventana abierta, y Francesca busca el refugio de esa manta que está sobre el sofá y que no se ha usado en todo el verano. Cuando era pequeño, ese día, el de mi cumpleaños, ya se podían comer los primeros higos de la frondosa higuera que estaba delante de la casa de mis abuelos paternos, Luisa y Pepe. La misma bajo la que, durante los meses del verano, nos protegíamos del sol, comíamos o pasábamos las tardes lentas y ociosas. Aquellas tardes de verano. El día de mi cumpleaños, el 14 de octubre, los higos ya estaban dulces y jugosos, y el viento ya no era el viento cálido de julio o agosto. Aún recuerdo aquel sabor deshaciéndose en la boca, dejando en los labios un rastro dulzón y un poco empalagoso. No era mi fruta preferida, aunque sí la de mi madre, que, mientras disfrutaba comiéndolos, nos recordaba el día de mi nacimiento. La larga espera en el hospital. Al parecer, me resistía a venir a este mundo. Mi madre ingresó por la mañana, muy temprano, y yo no me decidí a nacer hasta las cinco y diez de la tarde. Como si intuyese que no todo iba a ser un camino de rosas, precisamente. A las cinco y diez de la tarde, a esa hora nací. Mi madre lo recuerda bien. Hoy, en algún momento del día, volverá a hacerlo. Estoy seguro. Y todos la escucharemos como si fuera la primer vez que lo hiciese.
Cuarenta y dos años. Miro hacia atrás y veo a un niño inquieto y diferente en un colegio inhóspito; a un adolescente solitario en un cine, siempre con un libro y un cuaderno para escribir entre las manos; a un joven bailando hasta el amanecer y a un hombre que tiene la suerte de apoyarse en el hombre del que está enamorado y que va alcanzando cierta serenidad. Que sigue escribiendo y preguntándose casi todas las cosas y sintiendo curiosidad por la mayoría de ellas. No me hace falta recurrir al espejo para ver todas esas etapas, las que me conforman hasta llegar aquí, a este día, el de mi cuarenta y dos cumpleaños. Que dicen que será soleado -soleado y fresco, como a mí me gustan-, pero ya veremos.
No se trata todo esto de una especie de balance ni nada parecido. Sólo se trata de un planteamiento sobre lo que hay. Y la incógnita -siempre revoloteando- de lo que vendrá. El año no empieza el uno de enero, ni siquiera el uno de septiembre (aunque esto tenga más sentido), sino el día de tu cumpleaños. Las cosas seguirán siendo las mismas y serán diferentes. Porque todo, incluidos nosotros mismos, está en constante cambio, en permanente evolución, como debe ser. Las variaciones que se presentan para confirmar que seguimos siendo los mismos, o muy parecidos, con todas las experiencias acumuladas a cuestas. No como si se tratara de una pesada carga. En absoluto. Más bien, sí, todo lo contrario. Los años no pasan a lo tonto. Y cada vez, despojándonos de lo superfluo o triste o absurdo, vamos haciendo más ligero el equipaje.
Hasta aquí hemos llegado. Cuarenta y dos años. Se dice pronto. Pero el camino, pese a la fugacidad del tiempo, ha sido largo. Y duro, y reconfortante, y placentero, y endiablado. Sí, ha sido todo eso. Como será el futuro. O eso quiero imaginar. El viaje -aunque hace tiempo que no salimos de esta ciudad-, que no se detiene. Por fortuna.

jueves, 10 de octubre de 2013

La herida

Hay películas difíciles de digerir, tan ásperas como hermosas, tan lúcidas y terribles que casi da miedo recordarlas. Hay películas que siguen en tu cabeza hasta pasados unos cuantos días de su visionado. Hay películas que, pese al dolor o la rabia o la angustia que te produce verlas, merecen la pena. Hay películas que reflejan sin tapujos la realidad, que no tratan de embellecerla, porque, entre otras cosas, hay temas que no aceptan ser embellecidos, ni siquiera levemente. Ni siquiera eso. Hay películas arriesgadas y valientes, que en ese riesgo y esa valentía llevan su mérito, su gloria. "La herida", de Fernando Franco, es una de ellas. Donde habita la soledad, el aislamiento y la ausencia total de comunicación, allí instala Fernando Franco a su personaje, Ana. El dolor que provoca todo eso, la peligrosa y delgadísima línea que separa la cordura de la locura, el camino que se recorre hasta llegar a las puertas de la enfermedad, de la autolesión, del grito ahogado. Todo está en esta película: tan bien narrado, tan dolorosamente real. La representación de la fragilidad que puede llegar a apoderarse de nosotros. Las sombras siempre están al acecho. Una radiografía intensa de la incomunicación, de la mente humana y su fragilidad. La de la joven Ana, en este caso.
Para una película así, se necesita una actriz inmensa, que sepa aunar en su rostro el dolor, la fragilidad y los destellos de brutalidad y de rabia que puedan aparecer. De brutalidad y de rabia contra ella misma, básicamente. Marian Álvarez (más que merecida Concha de Plata en el último Festival de San Sebastián) lo consigue: deslumbra. La cámara no deja de enfocarla en ningún momento. Y en ningún momento, pierde el complejísimo hilo de su interpretación. Ese hilo -sutil- que une todos los estados de ánimo por los que pasa. Que la atraviesan, la zarandean, la obsesionan, la machacan. Que nunca le dan tregua. Una mirada que se encuentra en el límite de la desesperación y el dolor. Unas manos que tiemblan y que buscan una cuchilla. Que buscan, simplemente. Sin resultado. La sensación de ahogo es insoportable. De ahogarse en el propio grito. Un grito que nadie parece querer escuchar: todo el mundo va a lo suyo, siempre mirando hacia otro lado, rehuyendo el desequilibrio. Todo el mundo parece estar del otro lado. No es ninguna novedad.  
"La herida" está llena de silencios. De silencios que cortan como el trozo de cristal de una ventana reventada. Silencios que están ahí, a un minúsculo paso, y que retumban en nuestros oídos casi hasta ensordecernos.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Un nuevo libro

Samuel abre la puerta de la editorial, sonriente. Al lado de su mesa de trabajo, están las cajas. Y en su interior, "Vivir en los cafés". Después de haber trabajado tanto en él, de haber ordenado minuciosamente los textos, de haberlo corregido hasta la saciedad, ahí está, mi nuevo libro, el quinto que publico. Produce una sensación extraña tenerlo entre las manos. Uno tiene la satisfacción del trabajo realizado y, al mismo tiempo, la incertidumbre de lo que ocurrirá con él. Supongo que son temores propios a casi todos los escritores. Lo coges, lo hojeas, lo hueles, lo manoseas y sientes que no es tuyo, que ya no lo es, que ya pertenece a otras personas, las que se acerquen a él y lo lean. Lo compren, lo cojan en préstamo de una biblioteca o de algún amigo... Siendo el mismo libro, habrá tantas variantes como lectores. Cada uno lo leerá de una manera diferente, en un lugar distinto. En el metro, en el autobús, en casa, en los ratos muertos del trabajo, en un parque, en un café (lo que, sin duda, resultaría del todo apropiado), mientras espera el comienzo de la proyección de una película... Quién sabe. Cada lector -con su correspondiente estado de ánimo y su carga de problemas o satisfacciones a cuestas- se identificará de un modo u otro con lo que yo he escrito en esta especie de diario sin fechas que ahora sale a la venta. ¡Cuánto ha llovido desde aquel 2001 en que publiqué el primero (escrito en asturiano)! Más de doce años... ¡Cuántas cosas han ocurrido en estos doce años! Es imposible hacer un balance, ¿de qué serviría, en todo caso? Las cosas van sucediendo un poco a su manera, elecciones del destino, por mucho empeño y esfuerzo que pongamos, que lo ponemos. Como dice Maruja Torres, uno avanza como puede en esto de vivir. No como quiere, cuidado, sino como puede. Pues eso. Quedémonos con lo positivo. ¿Para qué amargarse con lo otro?
Mucha gente me pregunta estos días los motivos por los que no publiqué nada desde aquel 2001 hasta el 2010, año de la publicación de "El extraño viaje",  con el que quise homenajear a la maravillosa película de Fernando Fernán Gómez y que también sirve para dar nombre a este blog. La respuesta es sencilla: no tenía editor. Algo que le pasa a mucha gente que escribe. Y que escribe muy bien. El editor de aquel primer libro, que por entonces era amigo mío (de hecho, lo éramos desde los cinco años), no quería publicarme nada en castellano, que era la lengua en la que yo tenía escrito los numerosos relatos en los que trabajé durante aquellos años (nunca he dejado de escribir, con editor o sin él). Así son las cosas. Y encontrar a un editor, como bien saben algunos escritores, no es algo tan fácil. El tiempo, como siempre, es el encargado de darle forma a algunas cosas y sentido a otras. Y de desenmascarar, por cierto, a los que son amigos de los que no lo son. Por mucha confianza ciega que hayas puesto en algunos de ellos. Desde los cinco años, incluso.
El caso es que el nuevo libro ya está aquí, publicado y presentado (maravillosamente, por cierto, por David Orihuela). Ahora, irá llegando poco a poco a las librerías de todo el país. Y a las manos de todo aquel que quiera hacerse con él. A quienes -definitivamente- pertenece el libro.  
 

lunes, 7 de octubre de 2013

El hombre tranquilo

El azul de sus ojos, la tranquilidad de su carácter, el fino sentido de su humor... Son algunas de las muchas cosas que me gustan de él. No hay momento menor a su lado. Como no hay época mala por mala que sea la época. Uno ha buscado muchas cosas en la vida, muchas, y de pronto te das cuenta -a los pocos días de conocerle me sucedió- de que lo único que realmente necesitaba estaba allí, ante mis ojos. Con el azul de sus ojos, la tranquilidad de su carácter, el fino sentido de su humor. Con todo ello a mi lado, todo lo demás, por difícil que parezca, será posible, me dije. Y las risas, que no se me olviden las risas. Reírse de todo porque te das cuenta de que eso, las risas compartidas, es lo que nos hace más cómplices aún y lo único que importa a estas alturas. No hace falta más, ni siquiera palabras ya, con las risas nos conformamos. No importa que estemos en un banco recién pintado de esta ciudad o en el rincón más selecto y bohemio de París. No importan los escenarios (por mucho que nos guste disfrutar de todos ellos), sino la complicidad con la persona que los compartes. Si no existe esa complicidad, apaga y vámonos. Entenderse sin palabras, anhelar las mismas cosas y sonreír dulcemente si no las consigues, y no dar por perdida la batalla. Nunca. En ningún momento. Bajo pretexto alguno. Ya lo escribió Soledad Puértolas: "El amor es uno de los caminos más seductores que los humanos pueden emprender para vencer la desolación". Es una de las definiciones que más me gustan sobre el amor, una de las más hermosas y perfectas. La desolación de los tiempos, la desolación interior (cuando hace su aparición, ¡maldita sea!), la desolación que nos provocan las circunstancias o las personas en las que confiábamos y que nos han dado la patada de la manera más rastrera y vulgar (ah, la envidia...). "Completamente tú", que diría ahora Luis García Montero, para vencer a todas esas desolaciones. Tú, que hoy cumples treinta y ocho años. Y no estaremos en Londres, en Nueva York ni en Madrid, como en otras ocasiones. No importa. Lo digo en serio. Muy en serio. No es resignación ni conformismo. Es aceptar la realidad y disfrutarla porque en ella estás tú. Completamente tú, como dice el poeta, cumpliendo treinta y ocho años. El hombre tranquilo. Con el azul de tus ojos, la tranquilidad de tu carácter y el fino sentido de tu humor. Con todo eso, sí, es más que suficiente. No es conformismo: es sabiduría. Simplemente. La que aprendes con los años. Con las luchas y las decepciones. ¡Y bendito sea ese aprendizaje!
Comeremos, brindaremos, reiremos... Será un día especial. Porque las pequeñas cosas es lo que hace que lo días se conviertan en especiales, en únicos, ya lo he dicho muchas veces. Como especial es el olor de una manzana o de una hoja de menta que llega de pronto, inesperadamente, en medio de un trajín de coches y luces, de ruidos y voces, de niños y maletas. Y, de repente, ese olor lo cambia todo. El milagro de la poesía, que aparece cuando le apetece, sin pedir permiso a nadie. Y la tarde, con su lentitud y su aroma de verano que se resiste a desaparecer, irá cayendo sobre nosotros. Como un día más. Un día especial. Recibiendo  tus treinta y ocho años. En compañía. Y ya cansados, regresaremos a casa. Y cuando cerremos la puerta, sabremos que todo está bien. En orden. La hora de la tregua seguirá su curso.  

martes, 1 de octubre de 2013

Manolín, el gitano

Dicen las redes sociales que Manolín, el gitano ha muerto. No sé si será verdad (lo será, seguramente), porque uno tiene la sensación de que Manolín poseía siete vidas, como los gatos de leyenda, los de las canciones de Antonio Flores o los de los dibujos animados de nuestra infancia (que ahora no sé si los dibujos animados tienen gatos o sólo muertas vivientes vestidas como Lady Gaga o cualquiera de sus imitadoras). Y parecía que aún le quedaba una o una y media. En todo caso, Manolín era una institución en Oviedo. Más que la imagen de La Regenta (tan fea y tan triste -y tan sola, ahí, la pobre, enfrente de La Catedral, con su sobrio vestido negro- comparada con la que muchos tenemos de ella, la imagen de Aitana Sánchez-Gijón, naturalmente, gracias a la serie de televisión y a su apabullante belleza) o La Gorda, de Botero, donde todos los turistas se apoyan para hacerse una foto, comerse en bocadillo de mortadela sin aceituna envuelto en papel de plata o arrimar su cansancio durante unos minutos, descalzando, llegado el caso, las sandalias o los playeros, que vaya calor que hace en el norte, ahora que todo, hasta el clima, está patas arriba y carece de demasiado sentido. Manolín era una institución, sí, pero de carne y hueso. Más de hueso que de carne, todo hay que decirlo, en los últimos tiempos. Los últimos tiempos que se remontan -me temo- a treinta años atrás. Con su pierna herida, con su pie cojeando, con una enfermedad u otra, con bastón o sin él, con todas las palizas que le habían dado, Manolín se te acercaba, te pedía algo -una moneda, un cigarro, un café, lo que fuera-, farfullaba alguna cosa (nunca era maleducado) y se iba. Pienso que se merece una estatua, quizá al lado de Woody Allen, por donde siempre pululaba, aunque era un personaje más de Berlanga y de Azcona que de Woody, las cosas como son. Un superviviente al que ahora, según dicen las redes sociales, se le han acabado las siete vidas de un solo golpe. Las siete vidas de los gatos de antes. Ni media, al parecer, le ha quedado.
La última vez que le vimos fue este verano, a finales. Estábamos tomando una cerveza al lado de casa y se nos acercó. Acababa de encender un cigarrillo y me pidió uno. Le di lo que quedaba de la cajetilla (casi la mitad) y sonrió y no sé qué dijo y, como vio que no sabía muy bien lo que había dicho, volvió a repetirlo. Pero ahora te quedas tú sin ninguno: eso fue lo que dijo. No importa, murmuré. Vale, vale. Y se marchó tan contento, arrastrando la pierna mala, el pie cojo, las palizas que llevaba encima y todas las demás cicatrices, las que saltaban a la vista y las otras, que seguramente eran bastante peores, como nos pasa a todos, aunque lo disimulemos. No parecía mal tipo, Manolín. Manolín, el gitano. Alguien que llevaba su vida y te dice, al entregarle casi la mitad de tu paquete de tabaco, que te has quedado tú sin ningún cigarrillo, no me parece un mal tipo. Pequeños detalles con más importancia de la que parece. Y ríete tú de las grandes señoras (lo de señoras es un decir) que van a misa todos los días y no rebajan ni cien euros a cualquiera que intenta buscarse la vida y alquilar uno de sus muchos bajos comerciales. Qué mundo. Qué asco de mundo, puntualizo.  
Manolín, un Bukowski sin talento literario. Un personaje de Valle-Inclán, ahora que se está poniendo de moda el esperpento. O de aquella colmena que Cela evocó basándose en aquel Madrid de frío y hambre y miseria. Aquella posguerra que, a ratos, viene a nuestra memoria y lo hace con ganas de quedarse. Gente durmiendo en la calle, parados con ropa y pulseras de marca y sin prestación alguna ya extendiendo la mano y un cartel por un miserable bocadillo o una empanada del Alimerka, túneles que no albergan ningún rastro de luz al otro lado... Así están las cosas. No hace falta leer los periódicos ni escuchar la radio o ver la tele: con salir a pasear un buen rato es suficiente. Y en medio de todo esto, según las redes sociales, Manolín se muere. Descanse, si es así, en paz.