lunes, 31 de diciembre de 2012

El año que murió Esther Tusquets

El sonido de la cafetera es el único que rompe el silencio de estas horas en las que aún no ha amanecido. Las primeras horas del último día del año. Se va el 2012. Menos mal. Un año que se ha llevado a gente importantísima. Y en el que, a nivel personal, hemos recibido más portazos en la cara que aguante teníamos para ellos. O eso creíamos. Porque la capacidad de aguante es una cosa curiosa: siempre supera con creces las expectativas. Menos mal que nos queda la risa. Riendo salvajemente dentro de la más tremenda aflicción, que escribió Beckett. Pues eso. Brindaremos por ello, por ese final. Por las personas que se han ido y cuya obra ha sido tan importante en nuestras vidas. Esther Tusquets, Chavela Vargas, Celeste Holm, Ben Gazzara, Donna Summer, Miliki... Y también por el nuevo año que comienza. No queda otra: brindar y tirar hacia delante. Olvidar lo malo y centrarse en lo bueno. A pesar de los pesares: de los que nos metieron en esta crisis y ahora nos dejan aquí, a nuestro aire, medio abandonados, como si la cosa no fuera con ellos. De los políticos que piensan que recortando siempre los derechos del más débil se solucionan más rápido las cosas. Del señor Rouco, que sigue clamando contra los mismos, incansablemente. Qué hartazgo. Y de la huella que nos dejaron esas mentes lúcidas y geniales que nos abandonaron en medio de este páramo. Nos quedará su obra: sus palabras, sus músicas, sus interpretaciones, sus risas... Su genialidad. "El mismo mar de todos los veranos", "La llorona", "Eva al desnudo", las películas de John Cassavetes, las canciones discotequeras que bailábamos en las primeras noches interminables de nuestras vidas, creyendo por unas horas que esta ciudad podía ser la mismísima Nueva York, y aquel "¿Cómo están ustedesssss?" que irá siempre asociado a los momentos más felices de nuestra infancia, de aquellos niños que fuimos y que aún forman parte de los hombres que hoy somos. Instantes irrepetibles. (Cito sólo estos ejemplos, pero hay más, claro, muchos más... Como aquella mujer, Whitney Houston, que también se fue este año y que representó como pocas la cara y la cruz de la genialidad y el éxito). A pesar de todo eso, tiraremos, como podamos, por ese año que dentro de unas horas empieza. Ese tránsito, el que lleva de un año a otro, doce campanadas y doce uvas que siempre se atragantan en la garganta, es uno de mis momentos favoritos de la Navidad. El más emotivo. Sigue teniendo algo mágico, único e irrepetible. Un momento que parece que te acarreará la fuerza necesaria para encarar todo lo que venga después. Soñar, de momento, sigue siendo gratis, ya se sabe. Pero hay que intentarlo: no queda otra.
Un puñado de libros, unas cuantas películas y obras de teatro memorables y algunas músicas que calmaron nuestra desazón y nuestros miedos. También eso nos dejó el 2012, no hay que ser del todo injustos. Los refugios de siempre, los que nunca nos fallan. Y también me llevaré de este año el calor con el que los lectores recibieron mi primera novela. No, no lo olvido. Ese calor que recibí con el agradecimiento y la humildad con el que el actor recibe el aplauso tras su función y que sirve para darle fuerzas a la hora de encarar la siguiente. Más instantes irrepetibles, desde luego.
Esta noche, poco antes de las doce, me pondré en una esquina del salón y observaré en silencio a mi familia (mis padres, mi hermana y mi marido, diga Rouco lo que diga, desafiando con saña las leyes del amor y de los tribunales) y pensaré que todo está bien. Que todo estará bien mientras pueda observarlos así. Y luego alzaré la copa y pediré sosiego. Sí, sólo pediré eso, sosiego.

viernes, 28 de diciembre de 2012

De tu ventana a la mía


Me lleva pasando toda la vida. De repente, oigo hablar de una película, me entran unas ganas tremendas de ir corriendo al cine y nada, que jamás llega a los cines de las pequeñas ciudades. A esas ciudades, como la mía, donde ya sólo quedan cines en los centros comerciales, desgraciadamente. Tienen que pasar meses, muchos meses, hasta que esa película aparece en los videosclubs, para que pueda verla. Ayer fue uno de esos días mágicos en los que, echando un vistazo a las novedades del videoclub que hay al lado de la casa de mis padres (el más completo de la ciudad: a pesar de la dificultad de los tiempos, jamás ha dejado de comprar una novedad, por minoritaria que sea), volvió a suceder. Se trata de "De tu ventana a la mía", la primera película de Paula Ortiz. Tres historias. Tres épocas diferentes de la historia de este país. Tres mujeres. Todo un hallazgo. La sutileza y el modo en que están narradas y la elegancia con que se entrelazan las historias, la dirección, la música, la interpretación de las actrices... Todo conmueve. Sin estridencias. Sin sobresaltos. Sin aspavientos. Mostrando limpiamente esa manera que tiene la vida de pasar: avasallando, arrasando, acuchillando, en ocasiones, y mostrando su lado más dulce, más amable, más llevadero, en otras. Ese lado positivo que casi siempre resulta tan fugaz, a pesar de los intentos que se hacen para que no sea así. Los secretos, los recuerdos, los sufrimientos, las luchas, las enfermedades, las desilusiones... Los amores que llegan y se van por diferentes razones o los amores que, lamentablemente, nunca han llegado y que están sólo ahí, en las películas y en las mentes de quienes las ven una y otra vez, hasta que el sonido sobra y se las saben de memoria. Las palabras de los actores de esas películas sin voz se repiten en los labios de quienes las visionan incansablemente. Y sueñan, y sueñan...
Las tres actrices -Leticia Dolera, Maribel Verdú y Luisa Gavasa- están espléndidas. Se sabe que Dolera es ya algo más que una promesa, que Verdú muestra su genio y sus registros en cada nueva película, pero quizá lo que no se sepa tanto, o no lo sepa la mayoría del público, es el inmenso talento de Gavasa, una de esas actrices que hay en España que, casi silenciosamente, ofrece un talento que está al mismo nivel de esas otras figuras de mayor renombre y reconocimiento popular. Lo que hace Luisa Gavasa en esta película merece todos los premios habidos y por haber. Pocas veces el dolor y la frustración se han sabido expresar con tal contención. Con su mirada, que a veces desarma, es suficiente. Esa manera de mirar, tan frágil y tan poderosa a un tiempo, que he visto algunas veces en Geraldine Page, por ejemplo.
Y al final, la voz de Carmen París, cantando una especie de nana, aliviando el dolor, haciendo que la esperanza, esa que asoma y se va y vuelve a asomarse al otro lado del espejo o donde sea, sea algo más que una mera posibilidad. El latido -quizá el único- que permanece.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Otra Nochebuena más

Un trayecto de apenas diez minutos separa nuestra casa de la casa de mis padres. Pasan casi dos horas de la medianoche y, bajo una inesperada y cálida lluvia que nos sorprende sin paraguas, regresamos a casa. Otra Nochebuena que se queda atrás. Una Nochebuena sosegada. Porque hay madres que saben ponerle calma y sosiego a los momentos adversos de la vida, y mi madre es una de ellas. En la calle hay cierto movimiento: gente que sale, como nosotros, de los portales de sus familiares; coches que pasan a toda velocidad; grupos de personas que se dirigen a los bares de copas; algunos solitarios que han sacado a pasear a sus perros y fumarse el último cigarrillo de la jornada... Es inevitable pensar en otras Nochebuenas: sobre todo, en las de la infancia, cuando nos reuníamos en casa de los abuelos de Mieres y todo parecía formar parte de algo que nunca se iba a terminar. Pero la muerte, inevitablemente, puede con todo. Y va marcando, a su modo, las pautas, los destinos, las direcciones. Los abuelos hace mucho tiempo que ya no están, pero casi nadie olvida aquellas noches, las de la infancia. Aquellas reuniones ya irrepetibles. Las canciones y las risas y los guisos de la abuela. Los ciclos de la vida. El recuerdo de aquel tiempo nos mantiene vivos y nos ayuda en los tramos más complicados de los momentos difíciles. Es inevitable también pensar en otras Nochebuenas. En las de la juventud, por ejemplo. Aquellas noches en las que, tras la cena familiar, salíamos a la calle a bailar y reír y tomar copas con los amigos. Largas noches que parecían no terminar nunca. Tampoco eran malos tiempos, aunque siempre hubiese desazones por unos motivos u otros, porque todo estaba aún por suceder. El mundo se extendía ante nosotros y parecía hacerlo con todas sus posibilidades. El pensamiento de que nunca se fueran a agotar aquellas posibilidades era la mejor definición de la juventud. La vida por descubrir. Pero la vida iba en serio, como escribió Gil de Biedma en su memorable poema. Y tan en serio. Hace ya tiempo que sabemos que todo esto no es un juego. Ni siquiera una broma, aunque a veces lo parezca. Una broma pesada.
Nos encontramos con más gente que se dirige a los bares de copas y que transmite alegría, buen humor, ganas de divertirse y de olvidar los problemas, que en estos tiempos a casi nadie le faltan. Feliz Navidad, gritan algunos. Feliz Navidad, susurramos. Pensamos en tomar una copa y luego pensamos que es mejor hacerlo en casa: no están las cosas para despilfarros y Francesca lleva demasiadas horas sola. Abrimos la puerta de casa y, efectivamente, Francesca, cuyos maullidos ya se escuchan desde que salimos del ascensor, ya está reclamando nuestra presencia. Se enrosca en nuestras piernas, se tira en el suelo para que la acariciemos, maúlla constantemente... Cada vez se está volviendo más mimosa y teatrera. Preparamos una copa, brindamos y no decimos nada. El reflejo de la luz del televisor del solitario vecino de enfrente parpadea constantemente en la oscuridad. Encendemos un cigarrillo y nos asomamos a la ventana, como Bette Davis y Paul Henreid en la secuencia final de "La extraña pasajera". Sí, creo que la estoy oyendo, una vez más. Es ella, Bette Davis, en esa misma secuencia inolvidable. Es su voz, inconfundible: "No pidamos la luna, tenemos las estrellas".

lunes, 24 de diciembre de 2012

Bajar al bosque

Nos refugiamos en el cine. Dicen que se acaba el mundo. Tonterías, ya se sabe: cuando no las dicen unos, las dicen otros. En fin. En todo caso, ¿qué mejor refugio que una sala de cine? El mismo en el que llevo toda la vida encontrando historias, relatos: otras voces, otros ámbitos, que diría el genial Capote. Otras vidas. Cuando uno no tiene -por unos motivos u otros- demasiadas ganas de relacionarse con los demás, el cine siempre está ahí, en la primera sesión, con apenas tres o cuatro personas más en la sala. Se apagan las luces y empieza la magia. La historia que otros han creado para ti, sólo para ti. Abandonas por unos momentos los problemas que puedas tener, los días que se avecinan donde habrá que olvidar las penas para no incordiar mucho a los que tienes al lado, y te dejas llevar. Durante dos horas, inesperadamente, vives en esa historia, habitas en la narración que te están contando. "El cuerpo", otro ejemplo de buen cine español, es la película que hoy escogemos. Una historia sorprendente, unos buenos intérpretes, un guión solvente. Cine recomendable, bien contado. Luego, tras la proyección, damos un largo paseo por las zonas menos transitadas de la ciudad, que, a pesar de los pesares, está que arde. Gente que va y viene cargada de paquetes, regalos, ilusiones, cosas... Nos alejamos del barullo y caminamos en silencio. Todos los años, por estas fechas, con trabajo o sin él, con más dinero o con menos, con muchas ganas de relacionarnos con los demás o más bien con pocas, dedicamos unas horas para nosotros solos, antes del ajetreo de saludos, comidas, brindis, besos, abrazos, felicitaciones, llamadas, encuentros familiares... Unas horas en las que no hacemos nada en particular. Unas horas que dedicamos a pensar o a no pensar en nada (casi mejor), a ir al cine, a pasear, a tomar una copa, a comer, a recordar buenos momentos, a olvidar los malos... Este año, como digo, ha tocado cine y paseo. Un largo paseo, sí. No hacen falta las palabras, ¿para qué darle vueltas a los mismos temas, a lo que nos espera? Habrá que reinvertarse cada día y resistir. Resistir. Ésa es la palabra. No estamos solos en esto. Lo sabemos. No estamos solos, aunque cada uno viva su situación como si lo estuviera. Insisto: Resistir. No sé cómo. Sólo sé que no nos queda otra.
Este paseo de hoy -pienso- es como un paseo por el bosque, alejados de todo y de todos. Bajemos al bosque, le decía a mi madre cuando era pequeño y quería estar a solas con ella, alejados de la casa de los abuelos, en el pueblo. Y mi madre cogía la merienda, me daba la mano y nos alejábamos por un rato del resto de la familia y sentíamos la humedad bajo aquellos árboles, el sol que aún se vislumbraba a través de ellos, el olor de las hojas y la tierra mojada. Nos sentábamos en unas piedras y escuchábamos a los pájaros, el sonido de las hojas mecido por el suave viento, el rumor de algún riachuelo cercano. La merienda, allí, siempre sabía de otra forma. El bosque que estaba cerca de la casa de los abuelos paternos. Allí nos refugiábamos, algunas tardes. Este paseo de hoy me ha recordado a aquellos paseos en los que nos adentrábamos mi madre y yo, cuando no queríamos hablar durante un rato con los demás. Cuando, dentro del bosque, sabíamos que nada malo podría ocurrir. Y, de hecho, nada malo ocurría. Sólo la magia del silencio, los sonidos de la naturaleza, la complicidad de las miradas, el tiempo detenido. Todo eso que regresa a mi memoria hoy, que no se ha ido realmente.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Una librería propia

Cuando viajo en autobús, me da por pensar. El otro día, a primera hora de la mañana, fui caminando hasta Parque Principado y no me apetecía regresar del mismo modo, ya que me parecía excesiva la caminata, así que cogí el autobús, el número uno, como tantas veces en el pasado. Allí estaba yo, en aquel autobús casi vacío (me marché justo a la hora en que el centro comercial se estaba llenando de gente, qué alivio), a media mañana, de regreso a casa y pensando. ¿En qué pensaba? Podía pensar en muchas cosas, pero me centré sólo en una. Lo bueno de los años es que a veces te permite dar un manotazo mental a los pensamientos que no quieres que llenen demasiado espacio en tu cabeza y ocupar la mente en aquello que realmente deseas. Una librería propia, por ejemplo. He tenido la suerte de trabajar en dos librerías en las que tuve la libertad absoluta de hacer y deshacer a mi antojo, pero, ya puestos a imaginar, yo, en aquel autobús, de regreso a casa, imaginaba que tenía una librería propia. Como Virginia Woolf reclamaba una habitación propia para cada mujer, yo, en mi pensamiento, hacía lo mismo con una librería para Íñigo y para mí. Podía verla perfectamente. La ubicación en el centro de la ciudad. El cartel luminoso con el nombre, El extraño viaje (sí, como este blog y como mi libro), como si de un teatro de Broadway se tratara. La parte dedicada a los libros -de todo tipo, para todos los gustos- y la dedicada a la papelería, que sería la parte de la que él, Íñigo, se ocuparía. Lo veía todo con tanta claridad que más que imaginarlo parecía que lo estuviese soñando. El autobús avanzaba, pero el trayecto de regreso de Parque Principado, con todo el tráfico y todas esas paradas, se hace siempre tan largo que me pude recrear durante un buen rato en aquel pensamiento que más que eso, ya digo, parecía un sueño. Uno de esos sueños que, de tan nítidos como son, parecen reales. La librería, por supuesto, estaba siempre llena de gente. Por eso, como había tanta gente que venía a comprar, teníamos que contratar a más personal. Con lo cual, yo siempre tenía un rato libre para entrar en el despacho que había instalado en la parte de atrás y escribir durante unas horas al día. Escribir las impresiones que me causaban los libros de los autores a los que más admiro, mis historias inventadas, mis reseñas, artículos... Lo que fuera. Escribir en la habitación propia de la librería propia, por así decir. Luego pensé en el 22 de diciembre, el día de la lotería por excelencia. Y ahí ya me di cuenta de que no se trataba de un sueño, sino del producto de mi imaginación. En un sueño, si tienes una librería propia, la disfrutas: no piensas de dónde puede venir el dinero para abrirla. Está ahí, ya está ahí, y punto. Como en las películas. No importaba. Estaba bien así, que todo fuese producto de la imaginación. Olvidar por un momento el lado más terrible de la realidad y ponerte a hacer eso, imaginar. ¿Qué otra cosa es la literatura, por otro lado?
En todo esto pensaba, de regreso a casa, en aquel largo trayecto. Luego, cuando el autobús se detuvo en mi parada y me bajé de él, la realidad se abalanzó sobre mí con la fuerza de costumbre. Y lo hice, sí. Entré en una administración de lotería y compré el décimo que llevábamos semanas resistiéndonos a comprar, por aquello de los 20 euros más que nada. Los números bailaban en mi cabeza, más felices que Dorothy Parker delante de un Martini bien seco. Y entonces recordé aquel lema que habíamos visto escrito en el muro de alguna calle de Madrid tiempo atrás. Decía, en letras muy grandes y perfectamente escritas: "No risk, no glory". Y encaminé mis pasos hacia casa, ya no sé si imaginando o soñando, pensando sólo en aquellas cuatro palabras que eran filosofía pura.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Reseña de Hilario Barrero sobre "El tiempo que vendrá"

(Esta reseña aparece en el último número de la revista Clarín)

Boca de lobo
Recordar es volver a vivir y es también transportar el tiempo pasado al presente en la carroza de fuego del recuerdo. El tiempo que vendrá ya esta aquí, ha llegado envuelto en una lluvia fina que moja nuestros sentidos que viene y nos trae la perdición y la salvación, el principio y el fin de una historia; dos mujeres ejemplares: una abuela y una madre; dos ciudades y una plaga: Oviedo: un cuarto oscuro como una boca de lobo y Nueva York: luminosa y redentora y de fondo una infancia maldita y cruel. Un retablo compuesto de siete tablas con una historia distinta que se pueden leer independientes.
El tiempo que vendrá, el último libro de Ovidio Parades, publicado por Trabe, es una confesión íntima y descarnada, una larga confidencia en donde destaca la honradez que es la mayor virtud del libro. Es también un documento social, un grabado en blanco y negro de una época oscura en muchos sentidos y una memoria sentimental escrita con una claridad que ciega. El tiempo que vendrá nos cuenta situaciones reales envueltas en una ficción que no lo parece, nos habla de una etapa de la vida de un hombre joven que creyó descubrir el amor y lo que descubrió fue el desamor.
Escrita en un lenguaje coloquial, sin diálogos para que no entorpezcan el ritmo del relato, el libro es una larga conversación lineal de la voz narrativa con nosotros los lectores. Es precisamente este tono coloquial una de las virtudes de la narración.
Se escribe de lo que se sabe, como es el caso en El tiempo que vendrá y el resultado nos da una obra sincera, honda, seria, una bocanada de aire fresco y también de fuego que nos refresca los sentidos, pero que también nos abrasa la razón. Es la crónica de una vida de provincia en la que nada pasa ni siquiera el tiempo. Dentro de esa monotonía agobiante, que algunos romperán alejándose a grandes ciudades donde vivir su vida anónima y libremente, hay vidas que sufren, lloran, se desesperan y son infelices.
En El tiempo que vendrá (que uno se resiste a llamarlo novela porque piensa que es encasillarlo en un genero concreto) hay que destacar, por su plasticidad de planos y de personajes, que es un perfecto guion cinematográfico, casi siempre de tendencia neorrealista, descarnado y violento; a veces con un toque ácido de las películas de Berlanga o Buñuel y cuando aparecen los personajes femeninos la película cobra una atmósfera delicada y suave. Cuando lo oscuro aparece siempre es como un aguafuerte de Goya. Se aprecian las panorámicas precisas de adjetivos a cámara lenta, los primeros planos luminosos, los retratos de personajes secundarios que son inolvidables, el movimiento amoroso de la cámara/lenguaje. Hay dos momentos que uno valora: la aparición estelar, un tanto humorística y surreal, de un ícono de nuestro cine español y la presencia del mundo del libro y de la labor de un librero profesional.
Es refrescante encontrarse como el protagonista acepta su condición sexual con valentía y nos presenta a una familia normal, con sus defectos, pero no una familia monstruosa o castrante. La madre y la abuela, la hermana y el padre, hasta el abuelo que se emborrachaba pero no pegaba a su mujer, son personajes llenos de gracia. El único capítulo que a uno le llama la atención y le cuesta asimilar por su crueldad es el titulado, con una doble intencionalidad y afortunadamente, “Manualidades”. El mejor cuadro para nosotros es el titulado “Los años oscuros” que es el más claro y en donde en la boca de lobo aparece la salvación que se llama Eneko, uno de los personajes que, siendo una sombra débilmente bosquejada, es posiblemente el mas nítido y el que vuela más alto, el de más volumen de todo el retablo. En la dicotomía amorosa del relato funcionan dos amores: Rafa y el citado Eneko: el alfa y el omega, el mal y el bien, la muerte y la vida. Eneko, sin saberlo, la luz, el ángel salvador. Él ilumina la noche y las salas oscuras, el que llena de cal al lobo de la boca de azabache.
Ovidio Parades ha conseguido, en un relato breve, escrito en un lenguaje coloquial y aparentemente fácil, plasmar un periodo oscuro y hacerlo claro. Por el libro corre una nostalgia que cae como una lluvia fina que nos moja dejándonos empapado el corazón. El tiempo que vendrá es una memoria de luces y de sombras, de ceniza y de humo, de noches largas y campos minados, de nostalgia y de dulces recuerdos. Un libro que fija el amor en tiempo de plaga, la muerte en tiempo de vida y la salvación en tiempo de perdición.

martes, 18 de diciembre de 2012

Cuento de Navidad (o algo así)

A pesar de nuestro escepticismo, la mujer nos convenció. Y nos dejamos llevar. Era un día frío, de cielos muy azules, sin rastro de nubes. La luz, engañosa, podía parecer de primavera aunque se tratase del tramo más crudo del invierno. Allí estábamos, delante de la puerta que nos había indicado, dispuestos a una sesión de santería, espiritismo o qué sé yo... La conocida que se había ofrecido a llevar a cabo -gratuitamente- aquella historia nos indicó que no habría nada de magia negra ni nada por el estilo. Yo había oído hablar algo de cosas así a unos amigos que viajaban con frecuencia a Brasil, pero nunca le había otorgado demasiado crédito. Les había oído hablar de cosas tremendas: magia negra, descuartizamiento de gallinas, de gente que incluso moría en las sesiones más fuertes: todas esas cosas que a veces vemos en el cine o en las series de televisión. Por otro lado, pese al escepticismo, prefería no dedicar mucho tiempo de mis pensamientos a esas cosas. Los muertos están bien donde están, quedémonos con su recuerdo y dejémosles tranquilos. El caso es que allí estábamos, en el interior de una habitación helada (la ventana estaba abierta de par en par), llena de velas, estampas de santos y muñecos negros vestidos de ángeles un tanto siniestros. En otros tiempos, me hubiese dado la risa, sin embargo, la situación por la que atravesábamos no era la más apropiada para la risa. Sin embargo, las cosas como son, en algún momento me acordé de la gran Whoopi Woldberg en la película por la que recibió el Oscar, "Ghost": lo único salvable de aquella historia, por cierto. Miré el paisaje que se veía a través de la ventana y dejé de pensar en Whoopi, no fuera a recordar sus caras en la famosa película y me entrase la risa de verdad. Escuchamos. No teníamos demasiado que perder. La mujer decía hablar con los espíritus. Espíritus buenos, recalcaba. Y, a veces, nos hacía preguntas: no demasiadas, ésa es la verdad. Nos habló de una traición por parte de unos amigos que no eran ni mucho menos -en sus propias palabras- tan amigos como decían ser y como nosotros mismos creíamos. La traición estaba fraguándose ya, en aquellos momentos, decía, aunque nosotros jamás hubiésemos pensado que la historia pudiese venir de aquel lado. La miramos con cierta desconfianza y seguimos escuchando. La mujer, mientras tanto, fumaba constantemente. Cigarros tipo puros, de tres en tres, dejando un olor a tabaco muy profundo y dulzón. La abuela, tú abuela, me señaló. Piensas siempre en ella y su espíritu te acompaña cada día. Intenta protegerte de las cosas negativas. A los dos. Su afán por protegerte es muy intenso. La has querido mucho y ella lo sabe. Siempre lo supo. ¿Y qué dicen los espíritus de nuestro futuro laboral? Era la pregunta que no formulamos, pero la más importante que deseábamos realizar. Íbamos a preguntar. Silencio, dijo. Poco a poco. No conviene atropellar, añadió con cara de enfado, como si leyese nuestro pensamiento. Esperamos. Un hombre mayor, menudo, con una buena posición pero que siempre viste desaliñado y lleva muchas carpetas de colores en la mano, ahí está la clave, nos indicó. De su parte, sí, vendrá lo mejor de vuestro futuro laboral. Pensamos de inmendiato y no, no conocíamos a nadie con esas características. Sería cuestión de esperar. ¿Hasta cuándo? Eso, la mujer, no lo señáló. Se encogió de hombros. Y así quedó la historia. La mujer nos pidió un euro para sus espíritus y, cuando pudiésemos, un ramo de flores blancas, que le llevamos a los pocos días.
Olvidamos por completo esta aventura. Me acordé de ella el otro día. Lo hice por la historia de la abuela. Las abuelas. Unas amigas han perdido hace poco a la suya y ahora que se acerca la Navidad están tristes, muy tristes, pensando en los momentos de celebración sin ella a su lado. Quise decirles lo que aquella mujer me dijo a mí. Que el espíritu de los que se han marchado, si pensamos en ellos, sigue siempre a nuestro lado. No es magia ni nada de eso: es un sentimiento muy fuerte, difícil de explicar. Y creo que ese sentimiento, según vamos cumpliendo años, se va acentuando en nosotros. Sé que en estos momentos no les sirve de mucho, pero es así. No sé si nos protegen o no de lo negativo que hay por ahí (sigo siendo escéptico con estas historias), pero sí sé que su recuerdo alivia los dolores y nos ayuda a afrontar las cosas malas, que nunca son pocas. Y al volver a pensar en todo esto, recordé al hombrecillo que vestía desaliñado y cargado de carpetas de colores gracias al que iba a cambiar nuestro futuro laboral. Oye, que sigue sin aparecer...

sábado, 15 de diciembre de 2012

Charlando con Natalia

Antes de la charla que voy a mantener con la escritora Natalia Menéndez (recomiendo, una vez más, su último libro de poemas, "El síndrome Kalashnikov") sobre mi novela, mientras tomamos un vino en una de esas terrazas que parecen animarse con la inesperada subida de las temperaturas, una amigallega y nos cuenta que está esperando la muerte de su hermana, ya, según las últimas noticias de los médicos, inminente. Un nudo se agarra a nuestras gargantas por la terrible enfermedad que está padeciendo y por la consciencia que mantiene durante todo el tiempo. No somos nada. Absolutamente nada, pensamos cuando nuestra amiga ya se ha ido y nos deja un punto de rabia y de impotencia. De tristeza. No somos nada. Esa frase, hoy más que nunca, adquiere todo su significado. Parece mentira que alguna gente se empeñe en olvidarla, en malgastar su tiempo en malos rollos e historias por el estilo. El tiempo que nos queda por vivir es siempre una incógnita y, la verdad, casi mejor no desperdiciarlo en tonterías, en envidias, en tocar las narices al prójimo. Que de todo hay, como sabemos. Hay tantas cosas por hacer, tantos libros por leer, tantas películas por ver, tantas ciudades por visitar, tantas conversaciones por mantener...
La noche tiene algo especial. La Navidad está a la vuelta de la esquina y ello, queramos o no, le da a todo un toque de melancolía o de esperanza, según lo miremos. Vamos a decantarnos por la esperanza. Es jueves, estamos bebiendo vino y vamos a hablar de literatura, ¿qué más se puede pedir? Muchas cosas, desde luego, pero centrémonos en eso. Y en eso nos centramos. La gente va llegando poco a poco. Josu Monterroso le ha dado un aire muy acogedor al bar, La Consistorial. Creo que esa iniciativa de jueves literarios es una buena idea: hay que hacer cosas por esta ciudad, despertarla un poco de ese aturdimiento, de ese miedo que, a causa de la crisis, la tiene un tanto paralizada. El de enfrente, del mismo nombre, lo conocíamos de sobra. ¡Cuántos vinos nos tomamos en esa barra, antes de que llegara toda esta devastación de crisis que te impide hacer tantas cosas! Pero en éste, donde Josu (que también acaba de publicar una novela, "Dormitorios de colores", que está teniendo muy buena acogida y que aún tengo pendiente de leer) trabaja, es la primera vez que entramos. Natalia y yo nos sentamos. Admiro su obra y es un placer conversar con ella. La conversación gira en torno a la novela. Algunos de los temas que salen a colación son tristes, pero, inesperadamente, le doy la vuelta a las cosas y busco, una vez más, el lado divertido de las cosas. El sentido del humor para los tiempos de crisis. Para todos los tiempos, en realidad. Recordar, por ejemplo, a aquel profesor que nos obligaba a saltar el potro. Recordar que su complexión era la menos apropiada para obligar a nadie a hacer aquello. Hablamos de los curas, del cine, de la soledad del adolescente diferente, de los viajes, del amor... La gente escucha en silencio y se ríe o asiente con complicidad. Algunos de mis lectores más fieles están en el público. Y otros, desconocidos hasta ese momento, les acompañan. La charla resulta -creo- amena y divertida, llena de anécdotas y de risas y de momentos más intensos. Natalia conduce bien la charla y yo me dejo llevar. Contesto a sus preguntas y enlazo unos temas con otros. Luego, hay preguntas y más complicidades con el público asistente. Firmas y abrazos de amigos. Una de las cosas más gratificantes del escritor es ésa, sentir la reacción del público muy cerca. Pienso en algunos de esos directores de cine que, en los primeros días de proyección de sus películas, se meten de incógnito en las salas de cine para sentir la reacción del público: los silencios, las sonrisas, las emociones. Nos despedimos de todos y, ya de regreso a casa, un poco cansados, pensamos en el final de ese poema de la propia Natalia que dice:"Si tuviera que salvar algo del invierno,/ nos salvaría a los dos/ bajo los soportales en un día de lluvia,/ la fábrica y sus cenizas, y los libros de poemas./Porque ahora que el cuchillo, los vientos fríos/ y los troncos frágiles/ se extienden hacia mí, hacia mi coraza/ los inviernos son crudos, pero comestibles". Pues eso.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

El aire que esperamos

Hay veces en que la vida se vuelve cuesta arriba. Del mismo modo que, al cabo de un tiempo, las circunstancias cambian y la vida, siempre con sus cosas, con sus dimes y diretes, sigue fluyendo con normalidad. O eso esperamos cuando estamos subiendo esa cuesta (qué cansancio ya, la verdad) que, como inesperado reto, se nos ha impuesto. Todos los que leéis este blog (gracias), sabéis que la vida se me volvió cuesta arriba hace casi dos años, cuando cerró la librería donde trabajaba. Sólo al que le haya pasado, conoce el verdadero alcance de lo que significa quedarse sin trabajo a punto de cumplir cuarenta años. Cuando crees que has alcanzado cierta serenidad, ¡zas!, ahí llega la vida con su hacha implacable. Un año después, en medio de todo el berenjenal, el propio y el del país y el mundo en general (esta crisis está acarreando situaciones jamás vistas con anterioridad), mi marido se quedó también en la calle. Por esa época, cuando él se quedó al paro, yo estaba a punto de comenzar las correcciones de una novela que rondaba desde hacía tiempo por mi cabeza y a la que empecé a dar forma a los pocos días de enterarme de la noticia de mi situación laboral, justo un año antes de que él se quedara sin empleo. Un hombre, a punto de cumplir cuarenta años, se detiene y reflexiona. Ésa era la idea inicial de la novela, el punto de partida. Me aferré a las palabras, a la historia que quería contar, con toda la fuerza de la que dispongo para emprender aquellas tareas que más me interesan. La escritura es una de las más importantes a las que, desde niño, me he entregado. Sentarse cada día delante del ordenador, no perder jamás el hilo, tener muy claro hacia qué lugar se dirige y de qué lugar procede el protagonista: ésas son las claves iniciales de la novela, de cualquier novela. La novela ya estaba definitivamente corregida. Sólo unas pocas personas la habían leído. Pese a que a todas les había gustado, mi nerviosismo seguía patente. ¿Gustará, no gustará? Se trataba de una apuesta arriesgada y eso siempre da cierto miedo. A finales de septiembre, salió a la venta. Desde el principio, afortunadamente, la gente la recibió con verdadero entusiasmo. Aún lo sigue haciendo. Cualquier palabra de agradecimiento se quedaría corta. Lo que pretende todo escritor -lo reconozca o no- es que la gente lo lea. Y si le gusta lo que lee, mejor que mejor. De ahí, de ese entusiasmo, viene la buena noticia. Ayer, Esther, mi editora (y amiga), me llamó para decírmelo: quería sacar cuanto antes la segunda edición. La vida, sí, hay veces que se vuelve cuesta arriba, pero, en medio de esa cuesta, te ofrece una pequeña tregua. Menos mal. Las dos caras de la propia vida, desde luego. Por un lado, el éxito de la novela. Por el otro, la situación laboral que no hay manera de que cambie, buf... Así es la historia. Nadie dijo que las cosas fueran sencillas. No, nadie lo dijo. Sin embargo, esta reflexión rápida que hago alrededor de la segunda edición de "El tiempo que vendrá" pretende ser positiva. Y estas palabras intentan ser unas palabras de agradecimiento. A todos los lectores entusiastas que la apoyasteis desde el principio. A los lectores que aún la tenéis por descubrir. A los lectores de este blog. A Esther y a Samuel. A Rosa Pereda. A Hilario Barrero. A Maruja Torres. A Emilio Ps. A Yolanda Lobo. A Azucena Vence. A los libreros que apoyáis, como también hacía yo en aquel tiempo, las apuestas minoritarias. A las mujeres de mi familia y también a los hombres. A Íñigo, porque sin él la novela, como mi propia vida, no tendría demasiado sentido. Al tiempo que nos aguarda. Al aire que esperamos.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Historias de hombres

De hombres, sí, de eso va la película, "Una pistola en cada mano", de Cesc Gay. De hombres heterosexuales, básicamente. De sus historias, de sus miedos, de sus anhelos, de sus problemas, de sus necesidades, de sus angustias, de sus frustraciones. De sus ganas de hablar y de sus ganas de guardar silencio, según. De sus ganas de escuchar. De traspasar una barrera, la de los cuarenta, y descubrir que nada (o casi nada) es como se había imaginado, planeado o soñado. Hombres que buscan a mujeres, que las cargan de mentiras, que las añoran, que las maltratan, que las desean, que las hacen felices, que no las olvidan, que las engañan, que son engañados por ellas. Unos cuantos hombres que se relacionan entre sí y que, a diferencia de sus mujeres, no se cuentan sus cosas. Hombres que esconden secretos. Secretos que salen a la luz y que dejan, por tanto, de serlo. Secretos y sorpresas. Decepciones. Risas. Lágrimas. Proyectos. Silencios. Esperanzas. Inquietudes. Temores. Amistad. Sexo. Amor. Y desamor. La vida misma. Las cosas de la vida, sí. Con sus grandezas y sus miserias, como siempre. Pequeños detalles, pequeños trozos de vida. Cada historia, una vida. Sí, se trata de una película que cuenta la historia de un puñado de hombres y de algunas mujeres. Varias historias. Vidas que se cruzan. Voces que no se olvidan. Y miradas que tampoco lo hacen. Qué fantásticos están los actores que dan vida a estos hombres, todos. Eduard Fernández, Leonardo Sbaraglia, Javier Cámara, Luis Tosar, Ricardo Darín, Eduardo Noriega, Jordi Mollá, Alberto San Juan... Y ellas, las actrices, también lo están. Qué voces y qué sabiduría las de Candeña Peña, Clara Segura, Leonor Watling y Cayetana Gullén Cuervo. Mujeres que escuchan a los hombres, que los apoyan, que los han olvidado, que les ponen las pilas, que se ríen directamente de ellos a la cara o que les dicen que que ya está bien de tanta tontería. Todos, unos y otras, merecen una nominación para los próximos Goya o para los premios que sean. Cesc Gay ha logrado un retrato perfecto de la imperfección de los hombres, de los seres humanos en general. Unos intérpretes que dan lo mejor de sí mismos. Unos diálogos magníficos. Una película notable.
Pocas cosas me gustan más que recomendar buenas películas. Películas españolas, sobre todo en estos tiempos tan difíciles para todos, incluidos también para los que hacen posible que la propia magia del cine llegue hasta nosotros. Directores, actores, técnicos, productores... Y los propios responsables de las salas de cine, que muchas -según podemos leer casi cada día- parecen estar tambaleando. Salir del cine, un sábado cualquiera, después de ver una buena película como ésta, "Una pistola en cada mano", no tiene precio. Sigue siendo una emoción única, imprescindible. Otra manera de seguir soñando. Sí, de evadirse de la realidad y de seguir soñando. De agarrarse a la vida para continuar. Por imperfectos que seamos nosotros y que sea la vida. De verlo todo de otro color, de otra manera. De la que merece la pena. Aunque sea por un rato. No conviene perdérsela.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Cantar y sonreír

Conviene no perder la calma. Eso le digo a una amiga con la que me encuentro por la calle. Tiene un negocio y hoy toca decorar el escaparate, la tienda en general, con los adornos navideños del año pasado o del anterior. Me dice que es lo último que le apetece hacer, pero que no le queda, como es lógico, otro remedio. No tuvo fuerzas para hacerlo hasta ahora, ya metidos en este largo puente de diciembre. No se vende nada, apenas entra gente, ¿sabes lo que es eso? Por desgracia, lo sé bien. El último año de trabajo en la librería Trabe fue espantoso, demoledor, en este sentido. Conozco bien la sensación de la que me habla mi amiga. El sentimiento de rabia y de impotencia. Cerrar una tienda en la que no entró nadie en toda la tarde e irse para casa con una sensación de tristeza y de miedo, de abatimiento. Sí, lo conozco bien. Y no se lo deseo a nadie. Trato de animar a mi amiga, ¿qué voy a hacer? Utilizo el argumento de la Navidad. Aunque mucha gente se haya quedado sin paga, hay otra que aún la tiene y quizá se anime a gastar un poco de ese dinero en regalos, tratando de hacer como si aquí no pasara nada. Está el miedo, me dice. La gente que aún tiene trabajo, argumenta con sentido, no lo gasta en previsión a lo que pueda ocurrir más tarde o más temprano... Le deseo suerte y me despido de ella. Por un momento, antes de la despedida, me viene a la cabeza la idea de que quizá pueda ayudarla a colocar las cosas navideñas, pero no me siento con fuerza para eso y no digo nada. He tomado la decisión de no pensar demasiado en todas las cosas tremendas que nos rodean durante el mes de diciembre. Estamos aquí, estamos todos, sigamos hacia delante. Intentemos hacerlo de la mejor manera posible.
Hablo con mi amigo Emilio y me dice que hoy toca cantar y sonreír, adornar la casa con su hija, esa niña que conocimos hace unas semanas y en la que descubrí la misma luz que tiene su padre. No queda otra. Cantar y sonreír. Me gusta eso. De eso se trata, precisamente. La decisión que yo había tomado para este mes de diciembre era ésa, cantar y sonreír. Y lo que tenga que venir... Pienso, mientras hablo con Emilio, que esas dos palabras -cantar y sonreír- eran las que siempre aplicaba mi abuela Virginia en los peores momentos, cuando su marido se quedaba sin trabajo y ella tenía que sacar adelante a su familia. Lo hacía así, cantando y sonriendo, mientras cosía hasta que se quedaba sin fuerzas de tanto darle al pedal de aquella vieja máquina o a las agujas de tejer. Pasaron los años y las cosas mejoraron, y ella no dejó de aplicarse esa filosofía hasta el final de sus días. Incluso cuando estaba enferma, muy enferma, cuando apenas podía salir de casa por la fatiga que le proporcionaba su dolencia cardíaca. Siempre tenía una sonrisa en la boca. Siempre. Una sonrisa amplia y luminosa. El cansancio de la enfermedad, tan presente en los últimos años de su vida, se quedaba en un segundo plano. Y prevalecía la sonrisa. Así es como la recuerdo: cada día. Con aquella sonrisa con la que parecía desafiar a todo lo malo, a todo lo negativo, incluida la enfermedad, que siempre es lo peor de todo, contra lo que todas las armas de las que disponemos son pocas. La recuerdo desesperarse durante unos segundos porque no podía bajar las escaleras que separaban su piso del piso de abajo, donde estaba la peluquería a la que, tan presumida como era, acudía todas las semanas. Y luego, de repente, ya la recuerdo cantando y sonriendo, haciendo desaparecer aquel gesto de dolor y de rabia como por arte de magia. Así, cantando y sonriendo, la recuerdo siempre. No he conocido filosofía mejor. Aunque no siempre haya sabido aplicarla en mi propia vida. Este diciembre sí lo haré. De hecho, ya lo estoy haciendo.

martes, 4 de diciembre de 2012

Cuestión de actitud

No quiero ser pesimista (no lo soy), pero -no nos engañemos- no hay demasiados motivos para la alegría, con Navidad a la vuelta de la esquina o sin ella. Antes de todo esto, el mes de diciembre era un mes lleno de celebraciones. Comidas y copas con unos y con otros. Con esas personas que no veías muy a menudo y con las que sí lo hacías. Había que celebrar la Navidad, qué demonios. Estar aquí, un año más. No era poco motivo de celebración, desde luego. La vida es corta y ya que podemos contarlo siempre es mejor hacerlo con una copa de cava o de Rioja en la mano y un brindis. O dos. Este año, no sé yo... En todo esto iba pensando el sábado por la tarde mientras me dirigía al supermercado de ese centro comercial que está al lado de nuestra casa. A Íñigo, que anda estos días acatarrado, le apetecía un turrón de chocolate que han sacado este año con galletas Oreo en el interior y salí a comprárselo. Hacía mucho frío, aún no había oscurecido pero estaba a punto de hacerlo. Para mi sorpresa, el centro comercial estaba lleno de gente, como en sus buenos años, nada que ver con la desolación de los últimos tiempos, vayas a la hora que vayas. Había gente en todas las secciones y en las cajas del supermercado, casi todas abiertas, había largas colas. Bueno, pensé, no todo está perdido. Tuve que esperar un buen rato para pagar mi tableta de turrón (decepcionante, por cierto, por mucha Oreo que venga anunciada en el envoltorio: ya puestos a engordar, vale más hacerlo con las propias galletas Oreo, esas galletas que han aliviado más depresiones y momentos de bajón que el lexatín, directamente). Cada una de aquellas personas, haciendo cola, llevaba un montón de cosas apetecibles en sus carritos: gambas, embutidos, quesos, fiambres, botellas y dulces de todo tipo... Quizá era yo el único que llevaba una sola cosa en la mano. Supongo que estaban recién cobrados y algunos, los más afortunados, con paga extra incluida. Bien. Pese a todo, diciembre no parecía empezar mal. A punto estuve de ir a la sección de vinos y comprarme una botella especial. El consumo lleva al consumo. Y despierta la alegría. Me contuve. A pesar de los pesares, el mes de diciembre siempre lleva implícito muchas celebraciones (y decir celebraciones es decir kilos y colesterol, ácido úrico disparado y todo lo demás, ya lo sabemos), aunque cada vez van quedando menos amigos y los bolsillos están como están. Pagué mi turrón y salí del centro comercial, que estaba aún más abarrotado si cabe. En la calle, ya había anochecido. El frío cortaba la cara. No era, pese a todo, una sensación desagradable después del bullicio y el calor del centro comercial. Camino a casa, me encontré con otra gente que parecía dispuesta a devorarse la noche del sábado como si fuese la última de sus vidas. Recordé esa sensación. Tantos sábados de nuestras vidas, tantos años atrás (bueno, tampoco tantos). En los bares cercanos, había jolgorio, alegría, botellas de vino encima de las mesas, luces y espumillones. Hay que sobrevivir, me dije. Como sea. Otro diciembre. Quizá, para algunos, el peor de nuestras vidas en cierto sentido, pero... qué vamos a hacer... Habrá que disfrazar la realidad, ¿no? Como, posiblemente, estuviese haciendo toda aquella gente que reía y brindaba y bebía en los bares, dispuesta a la diversión y a lo que hiciese falta. Es diciembre y estamos aquí. Es más de lo que algunos pueden decir. Llegué a casa animado. Y sí, tengo que confesarlo, mientras Íñigo se decepcionaba con el turrón de marras, yo me abrí una botella de un vino que me supo a gloria. Y es que la actitud es el todo. A ver si nos convencemos.  

domingo, 2 de diciembre de 2012

Anillos

Lo vi en un reportaje de algún telediario. Una pareja, joven aún, con dos hijos a su cargo, sin trabajo ni prestación ya por desempleo, había tenido que vender su anillo de casados para sacar algo de dinero con el que alimentar a su familia. Nada nuevo en estos tiempos, lo sé. Todos sabemos que las tiendas donde se compra oro llenan las calles con sus grandes carteles y sus letreros horteras. Sin embargo, el hecho me impactó enormemente. Me imaginé a aquella pareja hablando por la noche sobre el tema (mientras los niños, después de hacer sus deberes, dormían ya), tomando finalmente la decisión, sacando los anillos de sus dedos, guardándolos en una cajita o en un monedero, dirigiéndose a una de esas tiendas que siempre tienen un aire de otra época, casi clandestino. A veces, paseando por esta ciudad, he visto a gente entrar en uno de esos locales y mirar, antes de hacerlo, a un lado y a otro, como si fueran a cometer un acto que no estuviese muy bien visto o un acto casi delictivo. (He visto a algunas personas hacer lo mismo al entrar en un sex-shop, qué cosas). Supongo que eso ocurre porque estamos hablando de una pequeña ciudad. El miedo a que algún conocido les vea pesa sobre ellos, sobre su decisión. Como mi cabeza está llena de imágenes cinematográficas que siempre le ayudan a uno a evadirse de esta cruel realidad que estamos viviendo, cuando me encuentro con alguien que entra algo avergonzado en uno de esos sitios pienso en Victoria Abril. En Victoria Abril en una película de Vicente Aranda. Más concretamente, en el personaje de Victoria Abril en "Amantes". En los años cuarenta. En plena posguerra. En ese paisaje que hemos visto en tantas películas y a través de la descripción de nuestros abuelos. La imagino entrando ahí, con sus gafas oscuras y su pañuelo a la cabeza, maquinando algo, trapicheando con lo que sea. No se trata de frivolizar, sino de quitarle un poco de hierro al asunto. Fantasear. Tramar una historia en la cabeza, cualquier historia, con ese personaje, el de Victoria, mientras camino por las calles y no me detengo demasiado a pensar en el futuro más inmediato. ¿Por qué entra ahí? ¿Cuáles son los motivos que le llevan a hacerlo? ¿Es suyo lo que va a empeñar? ¿Qué hará con ese dinero? En eso me entretengo durante un rato: las caminatas son largas. Y la veo así, vestida como hace más de medio siglo, homenajeando a Barbara Stanwyck en "Perdición" con esas gafas negras y a Bette Davis, en cualquiera de las películas donde hace de arpía, con su dura mirada y su gesto implacable, cuando se las quita. Cosas del cine, inevitablemente. La realidad es la que es y, ya digo, mejor no pensar mucho en ella. Mejor inventarse una historia, rodearla de misterio, poner a una gran actriz al frente de ella. Evadirse. Pero no es fácil seguir haciéndolo cuando pasas por delante de alguna iglesia cercana y ves colas de gente esperando por vales para el supermercado o por algo de ropa. No, no es fácil. Aquí ya no hay historia inventada, ni fabulosa actriz que valga. La imagen es poderosa. La larga cola de personas esperando a que venga el responsable y se haga cargo de las numerosas peticiones. La gente mira distraída hacia otro lado o hunde su cara en alguno de esos periódicos gratuitos que regalan por las esquinas. Son cosas con las que uno se encuentra cuando madruga y sale a la calle. El frío de estos días muerde sus rostros, congela sus miradas. Y la mía, que trato de hundir en la bufanda, mientras continúo caminando, ya sin historias medio inventadas pululando por mi cabeza, no se detiene más que en el movimiento de mis botas, cada vez más acelerado.