Ayer, a última hora de la tarde, mientras preparaba la cena, escuché cierta algarabía en el descansillo. Trajín de maletas, risas resignadas y, de pronto, un portazo que amortiguaba todas aquellas voces. Los vecinos -no sé exactamente de qué piso- regresaban de sus vacaciones. Instintivamente, miré hacia el calendario. Septiembre. Me gusta que el verano sea verano en su tiempo (aquí, este año, esos cuatro días contados), y también me gusta septiembre. Primer paso hacia el otoño. El otoño de mis cincuenta años, ¡quién nos los iba a decir! El mes en el que, en cierto modo, más que en enero, todo comienza de nuevo. O casi. Siempre hay una renovación por insignificante que sea. Los años (y más aún, a lo largo de todos los meses que estamos viviendo desde marzo del año pasado) te van mostrando un camino en el que no conviene hacer grandes planes, se trate del mes que se trate. ¿Para qué? No tiene demasiado sentido. Paso a paso, día a día: que todo fluya a su ritmo. Ahora que ya ni los ritmos lentos nos desesperan. Tocar madera para que las cosas que están en su sitio continúen ahí el mayor tiempo posible, y cruzar los dedos para que las otras hagan sus necesarios movimientos. No hay más planteamiento. Pienso que, a estas alturas, cuando las dudas son cada vez más numerosas en casi todos los terrenos, saber eso no es saber poca cosa. Continuamos.
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