Estábamos en París, al atardecer, buscando un lugar donde cenar. De repente, escuchamos una música de piano procedente de un local a escasos metros del Sena. Entramos. Estaba vacío. Sólo había una mujer detrás de la barra, limpiando las copas de vino y otra, algo mayor, con el pelo canoso atado en una larga trenza y un vestido negro, sentada delante de aquel piano. La camarera dejó las copas que estaba limpiando y se acercó con una sonrisa a nuestra mesa. Pedimos dos copas de vino. Nos las trajo, encendió una vela con olor a lavanda en nuestra mesa, y los tres continuamos escuchando aquella música. De vez en cuando, la mujer que tocaba el piano también tarareaba el estribillo de alguna canción. Había un poso de dulzura debajo de aquella voz bellamente ajada, muy parecida a la de la gran Jeanne Moreau. Aplaudimos cuando dejó de tocar y de cantar y, tras terminar las copas de vino, salimos, embelesados, a la calle. Parecía como si la música siguiese sonando allí, en la calle, en todas las calles de París. Algo así sólo puede ocurrir en esta ciudad, pensamos. Mientras comentábamos el momento que acabábamos de vivir, el móvil de Íñigo sonó. Era alguien de su familia, no recuerdo quién, quizá su padre. El hijo pequeño de su hermana acababa de nacer. Todo había salido bien. Qué alegría. Un motivo más para la celebración. Estábamos en París, era nuestro primer viaje juntos, y ahora había nacido aquel niño. Buscamos uno de esos encantadores lugares donde se puede cenar en París y alzamos las copas por todo ello. ¿Cómo le llamarán?, pregunté. Javier, respondió Íñigo. Javier, susurré, y no dije nada más. Muchas veces, cuando le veo ahora, cuando veo a Javier acercarse a nosotros, con su paso tranquilo, su sonrisa inocente y esos ojos con los que expresa muchas más cosas y sentimientos que con las propias palabras, me acuerdo de aquella noche, en París, cinco años atrás. Le digo: dame un beso y él dice: no. Luego se acerca porque sabe que aunque él no me lo dé a mí, yo lo voy a coger para darle unos cuantos besos y abrazos. Él, entonces, se ríe y se deja hacer, sí, entre muchas risas y cosquillas. Mañana, 16 de agosto, Javier -Javi, como le llamamos todos- cumplirá cinco años. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Cuántas cosas han sucedido desde entonces! Cuando ves a los niños, aún te das más cuenta de la velocidad del tiempo, de cómo los días se suceden a una velocidad casi vertiginosa. Una velocidad que asusta. Tantos planteamientos sobre los que reflexionar, tantas cuestiones sobre el futuro. ¿Qué pasará con él? ¿Con todos nosotros? Todo se borra cuando el niño se acerca de nuevo y te pregunta si has visto no sé qué dibujos animados de la televisión o si conoces no sé qué canción que suena en su mundo, el de los niños. Ah, la infancia. El niño se sienta a tu lado y trata de explicarte con toda la seriedad del mundo de qué serie se trata, de qué canción, buscando en su cabeza las palabras que está empezando a descubrir. Los papeles se cambian por un momento y te dan muchas ganas de reírte. Y te ríes y te entra un poco de nostalgia también por esa inocencia tan pura que el tiempo irá borrando, pero que quizá un día, como me está pasando hoy a mí escribiendo sobre él, alguien se la haga recordar y la recupere por unos instantes. Vaya por adelantado, pequeño: Feliz cumpleaños. Francesca dice que también tiene ganas de verte. O eso creo entenderle, que se le están cerrando los ojos de sueño.
Querido Javier:
ResponderEliminarMuchas felicidades y un beso enorme para ti. Que mañana pases un día estupendo.
Siento estar tan falta de originalidad, Ovidio, pero no se me ocurre nada más extraordinario que decirte que es un placer infinito leerte, perderse entre cada una de tus palabras, imaginar a Javier, qué digo, verlo aunque no lo conozca físicamente, porque a través de ellas todo resulta tan sencillo...
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