La historia es esperpéntica. La imagen de un Cristo lleva años deteriorada en una pequeña iglesia. Un buen día, una feligresa octogenaria decide coger sus pinceles (al parecer, en sus ratos libres, pinta) y arreglar el deterioro. El resultado es indescriptible, sin pies ni cabeza, sin sentido alguno. A los pocos días, la noticia salta a todos los medios de comunicación. La octogenaria se convierte en una estrella de las redes sociales, con miles de seguidores. Incluso la historia llega a los periódicos extranjeros, que le dedican páginas y más páginas. Y la iglesia en cuestión donde se encuentra la imagen se covierte en un lugar de peregrinación al que la gente acude para hacerse una fotografía con la indescriptible imagen. ¿Hacia dónde vamos? A mí, personalmente, la historia no me hace ninguna gracia. (Y mira que busco cosas con las que reírme al cabo del día). Me parece de una zafiedad absoluta. Todos son culpables, como en las novelas de misterio. La octogenaria, por entrometida. El párroco, por cómplice. Y alguna gente, por mezclarlo todo sin ningún criterio. Icono pop, dicen algunas voces. ¡Por favor! Quiero creer que se trata de una especie de cortina de humo para tapar (si es que esto es posible) todo lo que está pasando y lo que va a pasar. Más locales cerrados, centros culturales clausurados, bibliotecas sin presupuesto, subida del IVA, brutal endurecimiento de la ley del aborto, despidos a diestro y siniestro, etc, etc, etc. Septiembre, que siempre fue un mes de alegre reencuentro con la rutina, se convertirá este año en un mes que no olvidaremos, según apuntan todas las direcciones. No, no sé hacia dónde vamos, pero desde luego es a algún sitio que no me gusta nada. Aún tengo en la cabeza la imagen que vi el otro día, temprano, después del largo paseo matinal. La cola de personas que había a la puerta de Cáritas en una céntrica calle de esta ciudad, esperando. Personas como tú y como yo, que un día fueron despedidas de sus trabajos y jamás volvieron a encontrar otro. Personas que ni siquiera saben muy bien cómo pueden subsistir así, cada día. Personas que -estoy seguro- jamás pensaron que se fueran a encontrar en esa situación en algún momento y que desde luego no quieren estar así, por mucho que digan algunos políticos despiadados. Aquella cola era un espejo en el que podíamos reflejarnos todos los que pasábamos por allí. Un espejo que, si nadie lo remedia, terminará reflejándonos a más de uno. Al tiempo. Ese mismo día, ya de regreso a casa, a la puerta de un supermercado cercano, una mujer estaba pidiendo. Decía que no quería dinero, que pedía algo de comida para ella y para sus hijos. En la bolsa llevaba dos bandejas de filetes de pavo que acababa de comprar. Mi primer pensamiento fue dárselas, pero no lo hice. Sentí un pudor extraño, difícil de explicar. ¿A dónde vamos a llegar? Llegué a casa, saqué las bandejas de pavo y las metí en la nevera. Casi de inmediato, volví a meterlas en la bolsa y bajé a la calle, me dirigí a las puertas del supermercado donde estaba la mujer para dárselos, pero ya se había marchado de allí, probablemente obligada por los responsables del establecimiento. Qué mezcla de impotencia y de tristeza, de rabia y de desazón. Sí, pensé, regresando a casa, definitivamente la historia de la octogenaria y la imagen restaurada es una cortina de humo. Uno de esos temas absurdos que sacamos cuando, nerviosos, no queremos hablar del verdadero problema, de su raíz, de sus consecuencias.
La solución no la van a dar dos bandejas de filetes de pavo, el cáncer está mucho más arriba, ellos tienen el verdadero tratamiento que puede solucionar en parte, la metástasis que sufren y/o sufriremos muchos.
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