No hace falta haber leído a Proust (si lo has hecho, mejor) para saber que hay ciertos olores y sabores que te remiten inevitablemente a la infancia. El otro día, sin ir más lejos, estaba preparando pollo guisado para comer y, mientras picaba la cebolla y el pimiento para la salsa y la carne se doraba en la sartén, todos aquellos olores me llevaron a la casa del pueblo de mis abuelos paternos, Pepe y Luisa. Antes, en los pueblos, sólo se guisaba pollo los días de fiesta, los primeros de noviembre -día de visita obligada a los cementerios- o los domingos, cuando venían los hijos y los nietos de la ciudad. No estoy hablando de hace demasiado tiempo. Sólo de unos treinta y pico años atrás. Llegabas a la casa y, al levantar la tapa de la tartera (podías hacerlo porque la abuela, que nunca te lo permitía argumentando que ya verías lo que había de comer cuando lo tuvieses en el plato, estaba en misa), el olor a pollo guisado embargaba toda la cocina, la sala y las escaleras que conducían a la parte de arriba. Estos ecos del pasado son como pequeñas y musicales voces que regresan al interior de tu cabeza. Septiembre es un mes idóneo para ellas, para esas voces. Los últimos días del verano, las primeras fiestas (y en ellas, en las fiestas, las primeras noticias del amor o algo que se le parecía y que no sabías explicar muy bien), los días previos a comenzar el nuevo curso. Y el nuevo curso. Los olores de las mochilas, de los libros y de las libretas aún por estrenar, de los lápices y las gomas de borrar, de las aulas que habían permanecido cerradas durante todo el verano. Algunos años más tarde, ya terminado el periodo escolar, septiembre seguía conservando toda la magia de lo que estaba por venir. Nuevos proyectos, nuevas aventuras, nuevas ilusiones. A veces, no ocurría nada, o casi nada nuevo, pero no importaba, aquella sensación -aquel misterio- estaba allí, en el aire, muy presente, como lo sigue estando ahora, tantos años después, a pesar de que muchas cosas ya se han quedado atrás y otras, ay, parece imposible que lleguen a suceder. Aunque nunca se sabe. Que no decaiga el ánimo. No, que no lo haga.
Pienso todo esto en Gijón, delante de una cerveza helada, mientras el sol que calienta nuestras pieles ya no es el mismo de unos días atrás, ya ha perdido buena parte de su rabia, de su fuerza. Mejor así. Es gratificante sentir que pronto necesitarás salir de casa con una chaqueta u otra prenda de abrigo, sobre todo en las últimas horas de la tarde. Gijón era otra visita obligada durante los veranos, con unos o con otros. Padres, amigos, parejas... El olor del mar, los cielos despejados, el trajín de gentes por la playa, por las calles (Oviedo se quedaba casi desierta, se sigue quedando). Aquellas largas noches, celebrando la amistad, agotando las posibilidades, las que fueran. Tardes, solitarias o en compañía, en el cine o en el teatro o en conciertos al aire libre, ya entrada la noche. No había verano sin Gijón. Ni tampoco final de verano. Cualquier día era bueno antes de que llegara el otoño y el invierno, estaciones en la que también volvíamos, ya de otra manera. Todo eso viene a mi cabeza sentado ahí, en esa terraza, mientras, silenciosos, bebemos lentamente la cerveza helada y vamos dejando pasar el tiempo. Pensando en lo que traerá este septiembre, este otoño. El nuevo curso. Un misterio. Lo pensamos y no decimos nada. Dejemos que el destino vaya diciendo lo que le corresponde, lo que después recordaremos. Es lo suyo. Este año, sí, más que nunca.