domingo, 29 de julio de 2012

Incertidumbres

La mujer estaba lejos, en su propio mundo, ajena a todo. Tendría unos sesenta años, el pelo con falta de tinte y las ropas -excesivamente grandes para su cuerpo menudo, como si hubiese perdido mucho peso desde que las estrenó o como si las hubiese heredado de alguien- parecían de otra época. Estaba comiendo un helado de vainilla y chocolate y mordisqueando la galleta, también de chocolate, que le habían colocado en lo alto del dulce. Parecía feliz, ahí, perdida en sus pensamientos, disfrutando del helado, devorándolo casi. Recordando, probablemente, alguna otra tarde como aquella. Alguna tarde de su infancia o adolescencia donde había disfrutado de un helado como estaba disfrutando de aquel, del sabor de la vainilla y el chocolate, de la galleta que estaba colocada en lo alto y que mordisqueaba delicadamente, como si no quisiese que se terminase. A su lado, un hombre, más o menos de su edad, estaba bebiendo una cerveza directamente de la botella. Quizá se tratara de su hermano. Sí, es probable que así fuese: guardaban cierto parecido. Bastante parecido, aunque el hombre aparentaba más robusto, más hinchado. En el otro extremo de la mesa, silenciosa, una chica joven, muy delgada, con la piel negra y el pelo, largo, muy largo y liso, lleno de adornos de colores y trencitas diminutas. El hombre se mostraba muy pendiente de la mujer. De vez en cuando, con una sonrisa y una expresión de dulzura en el rostro, se dirigía a ella y le decía algo que yo no alcanzaba a escuchar desde nuestra mesa. La chica les observaba, sonreía o asentía con la cabeza. Y al hacerlo, al asentir la cabeza, las numerosas trencitas se movían de un lado a otro, rítmicamente. Nunca decía nada. De sus labios, pintados de un rojo intenso (a juego con la camiseta de lycra y estrechos tirantes), nunca salía una palabra. Ella no tomaba nada, ni siquiera tenía un vaso o una tarrina de helado vacíos delante de su cuerpo. Jugueteaba, sí, con las servilletas. Sus uñas, también rojas, bailaban por el servilletero. No parecía nerviosa, ni siquiera aburrida: dejaba pasar la tarde tranquilamente, no le molestaba aquella compañía, la pareja, probablemente de hermanos, que tenía enfrente. Todo lo contrario: podría decirse que estaba relajada, casi feliz. Casi tanto como la mujer comiendo el helado. Qué curioso trío, pensé. ¿Qué lazos les unirían? ¿Qué relación habría entre ellos? Quién sabe. A lo lejos, el mar. Los niños que jugaban en la arena, que intentaban levantar una cometa con forma de autobús. Ya iba quedando poca gente en la playa. Hacía rato que el cielo se había nublado. Presagios de tormenta. Los padres de los niños recogían las cosas, les llamaban para que se vistiesen. La mujer que comía el helado fijaba su atención en la cometa, alzaba los ojos al cielo, donde la cometa con forma de autobús parecía perderse. La mujer, con la mirada puesta ahí, en la cometa que se perdía por el cielo y entre los nubarrones que acechaban, sonreía, siempre ajena a las palabras del hombre que podía ser su hermano, que seguramente era su hermano, a los movimientos silenciosos y serenos de la chica negra que les acompañaba, al sonido de sus uñas rojas sobre el servilletero. Y de pronto, se levantaron y se fueron, el hombre rodeando el hombro de la mujer, la chica negra un poco detrás, dejando en el aire una rara incertidumbre, una de esas historias que están ahí, al alcance de nuestras manos, y que se nos escapan con la misma facilidad con la que se nos escapan las tardes de este verano, de todos los veranos.

miércoles, 25 de julio de 2012

Una mañana, Marguerite Duras

A pesar de haber madrugado, como casi todos los días, la mañana transcurría ya a buen ritmo. Llegué a casa, después de un desayuno con mi madre en una terraza cercana a su casa y una buena caminata por la ciudad, y me metí en la cocina. Abrí una botella de vino y puse un cedé de Jeanne Moreau. "India song" sonando una y otra vez, la voz desgarrada de la actriz colándose por toda la casa. El sol entraba por la ventana de la cocina y Francesca quería atrapar el corcho de la botella con una de sus pequeñas patas. La pasta bullía en la cacerola y su sonido despistaba la atención de la gata. De repente, echando un vistazo a la página de Babelia, descubrí que la lectura elegida para el día era una novela de Marguerite Duras, "El amante". Ah, la Duras... La autora también de ese texto, "India song", de la película protagonizada por otra mujer estupenda, Delphine Seyring. Marguerite y el deseo. De eso trata toda su extensa obra, inclasificable y magistral, merecedora de un Nobel que -lamentablemente- no llegó a recibir. La textura del deseo en estado puro. Las pieles, los recuerdos, el calor. La inocencia. Los silencios. Los (significativos) espacios en blanco. La figura (impresionante) de la madre, como también puede constatarse en "Un dique contra el Pacífico", otra obra mayor de la autora. La figura del hermano menor (turbiamente presente en "Agatha", un delicioso librito hoy inencontrable, y en muchos otros de sus textos), del mayor. Recordé, de repente, todas las veces que había leído ese libro, "El amante", en aquella edición de Tusquets con su bellísimo rostro de adolescente en la portada. La primera vez que lo hice. Las conversaciones que tuve con mi tía Maru (a quien siempre se daba un aire físicamente: el pelo muy corto, el rostro curtido y el cigarrillo siempre entre los dedos) cuando venía a pasar los veranos aquí desde Bruselas, sobre la apasionante vida de la Duras. Su obsesión por el alcohol, por los hombres (por su amor y su deseo), por la escritura. Sobre todo, quizás, por la escritura. La pasión por la vida. Recordé muchas cosas, mientras preparaba la pasta y me servía otra copa de vino tinto y la alzaba por ella, por Marguerite, y Jeanne seguía cantando. Los libros que estaban agotados y que buscaba desesperadamente en todas las librerías, el sueño de viajar a París (aún, en aquella primera juventud, no lo había hecho) para conocer las calles y las terrazas donde se había sentado a beber y a ver pasar las tardes y las noches, las conversaciones con mi tía... Recordé todo eso y la gata, ya cansada, se había adormilado en su cesta. Y recordé también una de las últimas entrevistas que leí de ella, en el suplemento de EL PAÍS, poco antes de morir. La figura menuda, encogida por el paso del tiempo; las arrugas devorando aquella piel que tanto había deseado; el aparato en la garganta; las ropas (en contra de lo habitual) de vivos colores y ya muy gastadas; la luz de París en las fotografías, a lo lejos... Y los ojos, claros y llorosos. Decía que, en aquel tiempo, casi todo le hacía llorar: las noticias de los informativos, las desigualdades, las incansables luchas contra la derecha más furibunda, los recuerdos, la muerte de los amigos... Pero seguía allí, tan deteriorada por los excesos, devoradada por el alcohol y la pasión de vivir, y tan lúcida. Y tan hermosa, pese a todo, en sus ochenta y pico años, en aquella devastación. Marguerite Duras, en el recuerdo de una mañana. En la formación de una vida, la mía.

martes, 24 de julio de 2012

Veranos

Parece que en el verano no pasan cosas. Mentira, claro. En los veranos, con crisis o sin ellas, con dinero o sin él, siempre pasan cosas, muchas cosas. A todos los niveles. A nivel general y a nivel particular. El verano de los primeros amores, de los primeros descubrimientos (la obra de Esther Tusquets, tan importante, estaba en aquellos primeros descubrimientos), de los primeros viajes. También los veranos que vendrían después. Los otros amores, los otros descubrimientos, los otros viajes. El verano que estamos viviendo ahora. El más importante, desde luego, porque estamos aquí y ahora. Y eso es, indiscutiblemente, lo primero que cuenta. Pase después lo que pase, que quién sabe lo que pasará... Y pese a todo lo que está ocurriendo y que se escapa de nuestras manos y hasta de nuestra comprensión. No debemos dejarnos vencer por el desánimo. Hay que repetirse esa frase a menudo. Muy a menudo. Cada momento de este verano, qué duda cabe, será irrepetible. Se escapará, como el propio tiempo, veloz, dejando un rastro agridulce o pletórico o melancólico o irremediablemente triste. O todo ello a la vez. Antes de que llegue septiembre y los días se acorten y regrese el frío y sabe dios qué cosas más. Todo eso aparecerá antes de lo que imaginamos. Eso es lo único seguro. Pienso en todo esto al regresar de Vigo y encontrarme en esta ciudad, la nuestra, con más locales cerrados, con más amigos que se están quedando sin trabajo. No debemos dejarnos vencer por el desánimo. Hay que repetirlo, aunque a veces, de tanto hacerlo sin que ocurra nada fructífero, ya empecemos a desfallecer. Lo normal. Allí, en Vigo, lo que más nos sorprendió, aparte de la belleza de sus playas y sus paisajes, fue lo vacío que estaba todo. Las terrazas, al caer la tarde, después de la playa, estaban prácticamente desiertas. Apenas unas pocas personas tomando una caña para refrescarse del calor, de la piel tostada y ardiente después del sol. Supongo que es el miedo lo que nos paraliza. ¡El miedo a sentarnos en una terraza y pagar una caña o dos! A estos niveles estamos llegando todos, parados y no parados. Días después, en Llanes, según nos contaron algunas amigas que viven y trabajan allí, las cosas están muy parecidas. De lunes a viernes, todo está arrasado (y el fin de semana, las cosas no mejoran demasiado), lo que hace unos pocos años era totalmente impensable. Así que no sé yo lo que recaudará el gobierno, como era su intención, subiendo el precio de todas las cosas, ahogándonos de esta manera a los de siempre. Mucho me temo que el efecto será más bien el contrario al pretendido. Por no hablar (que no me quiero deprimir tan temprano ya) del mundo de la cultura. No debemos dejarnos vencer por el desánimo. Hay que repetirlo, sí. Quedarnos con lo que nos va quedando y nos ayuda a combatir todos los miedos, incluidos los que aparecen a la hora de sentarse a una terraza y disfrutar de una caña. Esas risas compartidas, esa serie de gran calidad que has encontrado a un precio bastante rebajado, ese libro que está a punto de llegar de la editorial para que lo reseñes, ese programa de radio que ayer presentó magníficamente Elvira Lindo en Radio 3 (se puede recuperar en la web) y cuyas músicas te reconciliaron con la armonía y con el recuerdo que estaba asociado a ellas de aquellos otros veranos sin los que no hubiese sido posible este. El que ahora estamos viviendo. Lo que venga después, ya se verá. Esto, hoy, es lo quiero pensar.

martes, 10 de julio de 2012

El tiempo que vendrá

Está siendo un año duro, muy duro, como para (casi) todo el mundo. Las noticias económicas, los continuos ajustes, los brutales recortes, la subida del IVA y de todo lo demás y lo que vendrá, que no parece que vaya a ser mucho mejor... Todo lo contrario. Y, particularmente, lo que nosotros (como muchos otros) tenemos encima. El tiempo de cobrar la prestación por desempleo que se va agotando (quedan seis meses), y la dichosa pregunta, si no aparece ningún trabajo, ¿qué hacemos después con nuestras vidas? Ese pensamiento agota tanto como el propio hecho de que te cierren una y otra puerta delante de las narices, caso de que lleguen a abrírtelas siquiera... Si fuesen otros tiempos, la cosa está fatal, no sé cómo acabará nuestro negocio: siempre son las mismas palabras, las mismas disculpas, y puede que no les falte razón, desde luego (cada día siguen cerrando más sitios). En otras ciudades, como vimos aquel fin de semana que estuvimos recientemente en Madrid (ése era, principalmente, el motivo del viaje), no parece que las cosas estén mucho mejor, lo que agrava aún más, si cabe, la situación. Es la misma sensación de tener las manos atadas y ver, a lo lejos, la inminente llegada del peligro sin poder hacer nada por evitarlo. El caso es estar activo, dicen, que estar al paro no significa estar parado. Y yo no lo estoy, en absoluto, como bien saben los seguidores de este blog y los que me rodean. Intento no pensar mucho en lo que vendrá después, aunque resulte inevitable. Lo intento esta mañana más que nunca. La casa está en silencio, el olor de las manzanas que compré ayer salta por la pantalla del ordenador mientras estoy escribiendo esto, se enreda con el olor del café recién hecho y me reconforta. Es el mismo olor, el de las manzanas, que había en la casa de mis abuelos paternos, en el pueblo. A mi lado, a medio hacer todavía, está la maleta. En dos días, nos vamos a la playa, a la casa que tiene mi cuñado en Vigo y que amablemente (gracias, Jon) nos ofreció para unos días. Aceptamos la propuesta de inmediato porque necesitamos, aunque sea por esos diez días, cambiar de aires, renovarnos lejos de este continuo estrés que supone el momento de continua búsqueda que estamos viviendo, el miedo por lo que puede llegar... Me voy con la satisfacción de esa novela, "El tiempo que vendrá", terminada, corregida definitivamente y entregada a la editorial. Con las ganas que me transmite la gente por leerla y con alegría que me ha dado ese primer vídeo promocional de la misma (lo podéis ver aquí, en el blog, pinchando a la derecha de esta columna, en youtube o en facebook: un vídeo sugerente, cargado de silencios y de miradas, de sonidos de fondo que te reconcilian, pese a todo, con la vida: justo lo que buscaba para definir, inicialmente, mi novela) y que es un hermoso detalle (que no olvidaré fácilmente) de mi amigo Emilio, un chico lleno de luz y de talento y de ganas de hacer muchas cosas. Y con el miedo que siempre supone publicar: ¿le gustará a la gente, conectarán con lo que yo escribí durante casi dos años de mi vida? Ah, esos nervios en el estómago... El miedo y el placer, en esta ocasión, van estrechamente unidos. Recuerdo, mientras veo esa maleta a medio terminar y Francesca me observa con cara de pena (ya va intuyendo que se quedará sola, cosa que detesta profundamente), los días previos a las vacaciones, cuando éramos pequeños y nos íbamos un mes entero a San Juan, cerca de Alicante. El follón que había por toda la casa, la algarabía, la alegría, el desorden, los armarios que se abrían y cerraban... La emoción del viaje, ya bien presente. La certeza de que nada malo nos iba a pasar al lado de nuestros padres. Las palabras de mi madre y las regañinas de mi padre porque ni mi hermana ni yo estábamos quietos ni un segundo (yo menos quieto que ella, por entonces). Esa emoción, la de los primeros viajes, está muy presente estos días, desde que decidimos hacer este viaje a Vigo. Que libros llevar, que libros dejar (siempre quiero llevarlos todos). Los cuadernos, los lápices... Todas esas cosas materiales que no importan demasiado, como sabemos cuando vamos cumpliendo años. Lo que importa, como siempre, es quien va a mi lado: su serenidad, lo que transmiten sus ojos o sus manos agarrando las mías. El apoyo para hoy y para ese tiempo que vendrá, sea como sea. Feliz verano a todos.

domingo, 8 de julio de 2012

Una vida inesperada

Voy a hablar de "Una vida inesperada", una de las mejores novelas de Soledad Puértolas. Publicada en 1997, en Anagrama, como el resto de su obra, narra la vida de una mujer de la que nunca llegamos a conocer el nombre que hace balance de su vida. No es un balance premeditado, sino que es algo que surge al aparecer de nuevo en su vida Olga Francines, una antigua amiga a la que cree ver una mañana cualquiera de sábado mientras hace los recados por las tiendas del barrio. Así arranca la novela. El amor, las amistades, las enfermedades, los trabajos, las ideologías políticas... El peso de la vida, como dice ella misma en un determinado momento de la narración. Esa vida, en sus propias palabras dirigidas a su amiga Olga, que a veces pesa más que la muerte. "¡Cómo pesa la vida, Olga! Más que la muerte", dice textualmente. Para luchar contra ese peso, contra esas veces en las que la vida se nos vuelve cuesta arriba, ella acude a la piscina con frecuencia. Deslizarse por las aguas es la manera que ella encuentra para liberarse, para librarse durante un rato del peso del mundo, de las obligaciones, de los cargos -a ratos excesivos- de la propia vida. Allí, en el agua, todos los problemas desaparecen. Huyen. Allí, en una piscina u otra, desaparecen por completo. Algunos de esos párrafos, los referidos a sus visitas a la piscina, son de los más hermosos de la narración. En la piscina, ya digo, los problemas que vienen propiciados por el amor, los diferentes amores, las amistades, el miedo que conlleva el hecho de ser madre, el tiempo perdido o el tiempo que se escapa, desaparecen de inmediato. También los problemas que acarrea el trabajo, los diferentes trabajos o su ausencia, la ausencia de trabajo. Ahora, mientras rememora, nuestra protagonista trabaja en una Biblioteca, y eso la vincula al mundo y la ayuda a mantener la mente ocupada. No fue fácil encontrar ese trabajo. No es fácil rememorar ese tiempo en el que pasaba las horas de un lado a otro buscando, sin éxito, trabajo. Muchísimos esfuerzo, muchísimo tiempo para encontrarlo, pero, ahora, el hallazgo ha merecido la pena. Ella bien lo sabe. Como también sabe que nadie regala nada. Por eso, en esa Biblioteca, se siente una afortunada, una privilegiada. La vida, con ese trabajo, pesa algo menos, merece más la pena. Aunque donde menos pesa es ahí, en la piscina, donde su cuerpo se desliza elegantemente por las aguas. Narrar y nadar. Esas son dos de las cosas que más le gustan a la propia Soledad Puértolas, como ha reconocido en numerosas ocasiones. Y que aquí cede a su personaje. Es habitual reconocer en la narrativa de Puértolas rasgos de su biografía. Detalles, instantes, momentos reales -o aparentemente reales- que se mezclan con otros de ficción, inventados. Ahí está parte de la magia de su prosa. Del lenguaje que ella domina con magisterio. Es difícil, en ocasiones, encontrar la palabra exacta, pero ella, Soledad, siempre la encuentra. La palabra exacta, sí, directa, despojada de todo artificio. Una vez más, en esta novela que hoy recomiendo vivamente, "Una vida inesperada". Se ha hablado en numerosas ocasiones de la influencia de Virginia Woolf en la obra puertoliana, y quizá, sí, sea en esta novela donde más presentes están las huella de la escritora inglesa. El eco, aún tan vigente, de aquella voz.

viernes, 6 de julio de 2012

Una mujer, una cocina, cien cigarrillos y la supervivencia

Una cocina, de madrugada. Una cocina llena de los cachivaches típicos de las cocinas de toda la vida, crucifijo e imágenes de vírgenes y santos (rodeado siempre todo ello de velas encendidas) incluidos. Una mujer, en esa cocina, hablando de sus cosas, fumando sin parar, tomando café y comiendo yogures de Mercadona cuando le ataca el hambre, mientras los demás duermen y una cabra se pasea por allí. Las dificultades de la vida, los desengaños, los estragos provocados por el paso del tiempo, las constantes decepciones, las triquiñuelas -no siempre legales- que hay que invertarse cada día para encarar la vida y sobrevivir. Las trampas que hay en esas manera de reinventarse para seguir adelante, pensando que mañana puede ser otro día mejor, que casi nunca lo es. O, fugazmente, sí. Sí lo es. Cómo se aviva, ante la adversidad, la agudeza, la picardía, el instinto de supervivencia. Carmina, en "Carmina o revienta", nos lo cuenta. Carmina habla y habla, no para de hacerlo. Carmina, pese a las circunstancias, sobrevive, entre los copazos, los orfidales y el humo de los numerosos cigarrillos que fuma al cabo del día desde que empezó a hacerlo a los siete años. Carmina es brutal, arrolladora, incombustible, espectacular: una fuerza de la naturaleza, un torrente, un no parar. Una mujer que devora la cámara desde que empieza a hablar con ese vozarrón suyo. Tal es su poderío, su desenvoltura, su desparpajo, su gracia, su talento natural. Guapa y deslenguada, entre la María Jiménez más arrebatada y la Kathleen Turner actual, narra sus desventuras y las de su peculiar familia. A ratos, viendo esta película a medio camino entre el cine convencional y el documental, me vienen a la cabeza el largo monólogo de la gran Esperanza Roy en "La vida perra de Juanita Narboni", las desventuras de Divine en las películas de John Waters (¡ese excesivo momento escatológico!) o algunas escenas del cine de Almodóvar ("¿Qué he hecho yo para merecer esto?", sin ir más lejos), lo que no resulta extraño teniendo a una mujer de las características de Carmina en la pantalla. Aunque, justo es reconocerlo, las réplicas de su hija María están a la altura de su progenitora. Esa mujer que sufre y que lucha, que intenta reinventarse como sea, que ríe y que llora, y que nos hace reír y nos emociona. Porque la película -cine convencional o documental o lo que sea, qué más da: aplaudamos su valentía a la hora de distribuirse simultáneamente por Internet, DVD (a un precio muy asequible, 5,95) y salas comerciales- es ella, Carmina: en todo su esplendor y pese a la decadencia que la rodea. Carmina: sus ojos, su boca, su voz grave, sus manos... Podríamos decir que ha nacido una estrella. Esperemos que no se quede ahí, sepultada por este momento de indiscutible y justificada gloria.

jueves, 5 de julio de 2012

Historia de un periodista

Que la vida no es fácil ya lo sabemos. Nada fácil. Es cierto que unas veces resulta más fácil que otras, pero, en general, las dificultades (en todo) ganan a la sencillez, a lo menos complicado. Voy pensando en esto por la calle, a primera hora de la mañana, mientras camino a buen paso. Voy pensando en esto con la novela que terminé de leer antes de dormirme aún pululando por la cabeza. "24 horas de un periodista desesperado", de Pablo Vilaboy. Los avatares de un periodista que se dedica a la cultura y los espectáculos, los marrones que hay (o no, según el grado de dignidad de cada cual) que tragarse, las zancadillas que hay que esquivar. Todo eso está ahí, en la novela. Es la parte crítica y mordaz, donde podemos descubrir el lado menos amable de esa profesión y de algunos nombres que todos tenemos en la cabeza. Y que aparecen junto a otros nombres, los de esos mitos que llevamos admirando toda la vida y que Luis, el protagonista de esta narración, tiene ocasión de encontrarse. Me viene a la cabeza la imagen que narra el periodista de la gran Nati Mistral, convertida en toda una Margo Channing, llamando puta a su perrita, Doña Sol, en el camerino del teatro Alcázar, como si estuviese recitando al mismísimo Lorca. Quienes vimos a Nati en escena en varias ocasiones no nos resulta difícil imaginárnosla. Ni ese otro momento, en uno de sus conciertos en Madrid, en el que Liza Minnelli, entre bambalinas, le pide un cigarrillo al protagonista, y éste, en apenas unas pocas y certeras palabras, describe la fragilidad del mito. Junto a estos momentos, estupendamente entrelazados, aparecen historias conmovedoras de su familia y de esa relación de amor que está y no está. Hay tramos hermosos en esa historia de amor (¿o desamor?) que está y no está y que es la base de la novela, su hilo conductor. El protagonista se pasa esas veinticuatro horas pendiente de ese móvil que suena y que no suena como estaba Carmen Maura en la piel de Pepa Marcos en "Mujeres al borde de un ataque de nervios" esperando la llamada de Iván (Fernando Guillén). Ay, el amor, el amor... Acaso como único aliado ya contra todo este sinsentido que nos toca vivir, contra todo este absurdo. Voy pensando en ello, sí, mientras el recuerdo de esta novela inteligente e irónica, crítica y tierna, y el de sus protagonistas aún están dentro de mi cabeza. Como también están las canciones insertadas en el texto y que, aparte de las referencias, sirven, como también sucede en las películas del propio Almodóvar, para explicar comportamientos y sensaciones de los personajes, de ese personaje central, Luis, al que le asustaba dormirse cuando era pequeño sin saber que esos miedos, los mayores, que hacen su aparición antes de que cerremos los ojos en la noche estaban aún por venir.

lunes, 2 de julio de 2012

El sabor de un helado


De repente, un domingo cualquiera, una de esas tardes calurosas de verano, iniciándose el mes de julio, sales a pasear, compras un helado, vas por la calle saboreándolo, y todo cambia, aunque sea por unos instantes, los que dura el helado en la boca, su sabor deslizándose por la garganta, la vainilla y las galletas Oreo (qué peligro) deshaciéndose poco a poco, lentamente. Algo tan sencillo como eso, degustar un helado, es capaz de cambiar la percepción de las cosas, de dejar atrás los malos rollos, los bajos estados de ánimo que amenazan con instalarse, las dichosas preguntas sobre el futuro más inmediato, las páginas de los periódicos despojadas de ofertas de empleo, lo triste o melancólico de las tardes de los domingos, que nunca termina de desaparecer del todo, por mucho empeño y ganas que le pongas. Un helado de vainilla y galletas Oreo (peligro asegurado). No es el primero de la temporada, pero es el primero que ha logrado todo eso, un domingo cualquiera. Bueno, en realidad no es un domingo cualquiera: es el primer domingo del mes de julio, el primer día de rebajas, y la mayoría de las tiendas están abiertas. Las calles, a diferencia de otros domingos, pese a tratarse de un día muy soleado, están llenas de gente. Personas que caminan apresuradas de un establecimiento a otro, cargadas de bolsas, de muchas bolsas, llamando por teléfono a amigos o familiares para decirles que en tal o cual sitio ya no queda la talla de la chaqueta que buscaban, de aquella camisa que habían visto el otro día, el bolso o el número de los zapatos apropiado, que tendrán que bajar a la misma tienda que hay en alguno de los centros comerciales, sí, mujer, vociferan, claro que merce la pena, la han rebajado más de diez euros, doce, doce euros para ser exactos, anda corre... Caminanos ajenos a todo ese bullicio. Las ofertas que han sacado de libros, a diferencia de otras ocasiones, son espantosas, así que mejor alejarse de toda esa marea, saborear el helado lejos de ahí. Recorremos el Parque de Invierno, aún con un poco de helado en el fondo del vaso. La gente, aquí, está más relajada, tumbada sobre la hierba, en bañador, leyendo un libro o el periódico, disfrutando de la tarde soleada. Gente que, quizá, no tiene coche o no quiere sufrir los atascos de los domingos en carretera, las aglomeraciones de las playas cercanas. O que espera llegar pronto a casa para disfrutar de ese partido histórico que les hará olvidar por un rato sus problemas, sus quebraderos de cabeza. A veces, por delante de nosotros, pasan jóvenes con la bandera española ondeando en sus manos, envolviendo sus cuerpos, con la cara pintada con sus colores. Ya se empieza a sentir el nerviosismo y la excitación que precede a esas grandes celebraciones deportivas. Nos sentamos en un banco, ya sin helado, encendemos un cigarrillo y hojeamos el periódico, el suplemento. Comentamos el artículo de Javier Marías (espléndido), la película que se estrenará esta semana de Paco León... El placer de las cosas sencillas sigue siendo uno de los más importantes. De los imprescindibles. No, no lo olvidamos.