Su último gesto fue sencillo: apoyó su cabeza (endeble ya) contra mi pecho y se adormiló en aquel calor. Mis manos, más bien pequeñas, abarcaban por entero su frágil cuerpo. Y así, así, se adormeció. Al otro lado de la ventana, ya no sabíamos si hacía frío o calor. Estúpida primavera. Lo que había allí, al otro lado de la ventana, no nos importaba. A ninguno de los tres.
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