Estás muerto,
y no siento nada.
Mi cuaderno
reclama unas palabras.
Supongo que solicita
un esbozo de aquel
tiempo de amor
incendiario,
inmaduro,
inconsciente.
Pero no puedo
escribir lo que no siento.
Ya no eras nada
para mí
mucho antes de
tu desaparición.
Humo, cenizas, ruina.
El paisaje que queda
después de una guerra.
Ya sólo recuerdo eso.
Ese fue el equipaje
que me llevé en los
bolsillos
cuando cerramos
-violentamente-
aquella puerta.
A veces, con ese
equipaje,
uno puede sentirse el
hombre más desdichado de
la tierra.
Y también el
más ridículo.
Aunque aún no
hubiese llegado
a los treinta.
Estás muerto,
y lo siento.
No quiero decir más.
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