Este artículo fue publicado en LaEscena
Tengo diez años y la Navidad es la época del año que más me gusta. Muchos días por delante sin colegio y muchos regalos en forma de libro. Aquellas primeras lecturas. Sumergirse en ellas sin saber los caminos a los que te conducirían aquellas peripecias, sin saber las vueltas que, posteriormente, iría dando el impredecible destino, tan ajeno entonces para nosotros. La ilusión de romper aquel papel de vistosos colores y saber que allí estaban aquellos libros que tanto deseabas. Las historias de Los Cinco, las de Tom Sawyer, las de Julio Verne, las de Zipi y Zape... Ya sé que hay algunos escritores que dicen haber empezado a leer con Joyce y Cortázar, pero yo empecé así, qué le vamos a hacer. En la cama (en la mía o en la de mis padres), en la cocina, en el suelo, al lado del ventanal del salón: cualquier rincón era bueno para leer. El refugio no estaba en el espacio, sino en el objeto mismo -el libro-, en aquellas palabras que leías apresuradamente porque querías conocer el final de la historia, de la aventura. Luego, con otra pausa, vendrían las relecturas porque, con aquellos diez años, sin amigos (tus compañeros de colegio hablaban otro lenguaje diferente al tuyo, tenían otras inquietudes, casi siempre relacionadas con un balón) lo que querías eran vivir allí, habitar en aquellas páginas, convivir con aquellos personajes. Ser parte de la historia que acababas de leer, no regresar nunca más al colegio, fantasear libremente, hacerte amigo de aquellos personajes, hablar con ellos. Toda esa magia.
Han pasado treinta cinco años de aquellas navidades -tantos viajes, tantos anhelos, tantas decepciones, tantos besos-, y la ilusión por descubrir esas historias escritas por otros viene a ser muy parecida a la de entonces. En el camino, tantas andanzas, tantos compañeros de viaje en forma de libro. Tantos escritores, tantas escritoras. Y los nuevos descubrimientos, claro. El cine, tal vez el más poderoso: la aparición de nuevos amigos. Muy poco tiempo después de aquellos diez años, la Navidad pasó a ser, junto a las lecturas, la imagen de Shirley MacLaine corriendo por las calles en busca de Jack Lemmon. Era Nochevieja, sí. Como lo eran aquellas noches en las que disfrutabas (de madrugada, con la casa en silencio) de esa obra maestra, 'El apartamento', que no te cansabas de ver. Las películas en el cine (en esos cines, lamentablemente, desaparecidos) y las películas en las cintas de VHS, ya desaparecidas también.
Y junto a unos, los libros, y a otras, las películas, la escritura ya iba tomando forma en mi vida. La Navidad era una buena época para ello, con todo aquel tiempo libre por delante. Las horas se llenaban de palabras y de imágenes. A veces, nevaba, y ese contraste, el de la nieve con el intenso calor de la casa, te inspiraba aún más. La terraza cubierta de nieve, el humo que salía de las chimeneas de los edificios de enfrente, las conversaciones de los vecinos de al lado, los movimientos de mi madre de una parte a otra de la casa... Todo eso era literatura. Y desde entonces hasta hoy. Seguimos enredados en lo mismo. Como Shirley corre por las calles en busca de Jack y, en cada nueva visión del clásico, parece que fuese la primera vez que vemos su angustia en el rostro hasta que, finalmente, lo encuentra. Y la angustia desaparece y todo vuelve a empezar.